miércoles, 23 de noviembre de 2022

Episodio Ortega

 

Son las cuatro de la mañana, una mierda de hora, Ortega se levanta con una, dos, tres cobijas que son ligeras y brindan poco abrigo, pero a esta hora pesan más que Transmilenio en hora pico. El sujeto que aparenta ser nuestro protagonista abraza su almohada, se despide de su cama y toma camino a la cocina a empezar su día, aunque no entiendo cómo define este tipo "empezar" cuando duerme dos horas y se levanta como si nada, azaroso, azaroso él Man.

Se dispone a desayunar; su chocolate y pan, pero lo hace tan lento que aun pareciera que lleva puestas las tres mendigas cobijas. Se baña, busca ropa, se viste, alista maleta y sale, sabrá su madre a donde, pero al parecer ha regresado, por atembado, a la casa, porque dejo la candela. Tras de atembado también dormido.

Este tipo al parecer si tiene un rumbo, esta de camino al santuario de un santo, tras de atembado y dormido, hemos de sumar; soporífero. Pero bueno, quería narrar algo decente, no es mi culpa que el protagonista sea menos llamativo que un paquete de Saltinas, pero es lo que hay.

Iba a escribir de la llegada de este man a la iglesia, pero como deseo sacar al menos dos lucas de este texto, lo omitiré por el bien de los lectores, créanme. Ortega pasa de lado a lado mirando estatuas, muros, santos e incluso se acostó en los reclinatorios a admirar el techo. Después de su épica y emocionante mañana decide regresar a su casa, acaricia a un gato que asemeja a nuestro protagonista, no por sentido literario, sino literal, tanto el gato como Ortega están igual de hechos mierda. Tras saludar al gato, no sé qué paso y se supone que soy quien narra, pero este tipo, de la nada, se transportó al instante a una casa, aunque prefiero esta casa al jodido santuario.

Ortega se encuentra tranquilo, no le afecto mucho el fenómeno que acaba de vivir, sale por un balcón mediocre que tiene la casa y se dispone a apreciar el hermoso paisaje, una ciudad que tiene toda la impresión de ser más paila que Bogotá. Mientras disfruta de estas magnificas, gloriosas, maravillosas vistas, aparece en verdad un ser que podríamos llamar; belleza hecha carne. Una mujer y un gato se encuentran también disfrutando de las vistas mañaneras, no sabemos que hablan, pero el gato aparenta estar más cautivado por la mujer que Ortega. La mujer avienta al gato hasta el tejado de los vecinos y por fin Ortega hace auto de presencia con sus palabras —esa mujer lo que carga de hermosa solo se compara con lo hecha mierda que esta— grandes palabras del que también lo está.

Después de unas semanas como observador, Ortega se encuentra muy cómodo en su nuevo hogar, el cual no entiende muy bien que le paso al dueño, porque de forma patética, Ortega, tuvo que esconderse cuando llego en la noche, aparentaba llegar del trabajo, pero se cambió sus pintas de oficina por las de coito, salió a la casa de Altagracia, será la pareja, ojalá se hayan fugado por amor o alguna de esas cosas raras que hacen los enamorados, aunque no nos importa, lo importante es que hay donde dormir en esta ciudad tan pailita.

 Quiero volver a lo observador de nuestro sujeto, porque solo mira a la mujer y sus vivencias; 1) no duerme, este Gato al menos duerme dos horas, pero esa rayada no duerme nunca, farra, tras cigarros, tras copitas y babas, pero nunca descansa, mucho level. 2) Tiene pareja, se llama Sven, Ortega dice que se aman, pero no sé cómo puede llamar amor el insultarse, terminar, drogarse y acostarse, todos los días y 3) que es una mujer vuelta mierda y triste, siempre repite lo mismo cuando la admira —jamás llegue a imaginar tenerla de frente y al tostado de Sven, ni en mi mente podía encajar sus predicados con una persona real y ni teniéndola tan cerca puedo predicar de ella, quizás esto es lo que sentía Sven cuando la vio en ese hueco de apostadores, una mujer vuelta mierda y triste— sigo sin entender de que habla, soy narrador, no lector de mentes.

Tras llevar un buen tiempo en este hueco que decidió llamar hogar mi protagonista, solo lo he visto ansioso, fuma y fuma, y fuma, y fuma, y fuma, todos esos cigarros mientras se pregunta cosas raras —¿debería ayudarles? ¿Dónde estará Marciana?, ¿cuánto tiempo me queda antes de que todo y todos nos quedemos a espaldas de Amarilla?— está cayendo en locura, aunque creo que él sabe dónde está, lo mejor ha sido que presenta una felicidad irrefutable, disfruta de salir a un bar de mala muerte, pasea por los parques alimentando palomas, pero lo más extraño es como sigue a un gato al cual llama —Pink— quizás lo ayude a salir de aquí, un gato lo trajo y otro lo pueda devolver.

Ortega ha decidido tumbarse en la cama, tras decir —mejor solo les admiro y vivo junto a ellos en este mundo que tan hechos mierda los dejo, qué buena descripción, todos lo estamos, todos tenemos la vida un poco hecha mierda— no ha vuelto a moverse, no creo que lo haga, no creo que esta historia siga, no creo que haya escogido un buen protagonista.


martes, 22 de noviembre de 2022

Episodio Cuervo

 



Episodio Cuervo

 

En cierta ocasión el estudiante Cuervo, paseaba pesaroso por su universidad, con un cigarrillo en la boca y sin mucho más que hacer, andaba pensando en cosas, cosas… algo muy propio gente de su carrera, seguía en dicho recorrido por la nada, viendo como el humo aunque disperso y poco compacto tenía más dirección que la ruta que hacía… después de caminar por al menos una hora más, lo único que recuerda después de eso es que abre algo con sus manos y vualá, aparece en un lugar completamente distinto, su primera reacción es buscar algo con que encender ese cigarrillo que quedo a medio camino igual que su paseo, pero instintivamente lo tira, no se sabe muy bien si a causa de lo asombroso del evento o porque notó que en ese paraje abandonado poco había que pudiera encenderlo.

A su alrededor encontró solo maleza pero después de haber visto programas de supervivencia en la televisión, sabía que si veía un rio su única misión era seguirlo, hasta que en un ataque de suerte vio la luz reflejada de dicho rio que tanto buscaba, al adentrarse en la densa maleza encontró una cabaña, con una barca al lado de ella y pensó, -si no soy de aquí, y me encuentro perdido no habrá problema si la tomo prestada para cruzar- pero al intentarlo se encontró con un barquero, de apariencia muy sabia que al ver al extraño individuo con ropas sucias aunque muy distintas a las suyas, y al escuchar sus preguntas solo respondía que el rio tenia lo que el buscaba… Cuervo, al ver la tan repetitiva e “ilustrativa” respuesta se resignó y no hablo más, el barquero muy emocionado de encontrar a alguien nuevo en tan desolado lugar le contó cuentos de un sujeto que tenía un nombre extraño parecido a Siddh… Siddhar… algo así como Siddharta, en ese momento Cuervo supo que estaba en algún paraje de la india.

 De ese barquero aprendió la paciencia de disfrutar el momento, y que aunque el viaje no sea lo que planeábamos no tenía por qué ser desastroso, solos o acompañados tenemos que disfrutar y buscar de lo que queremos, y no creer que el otro no tiene ese mismo derecho, hablando de derechos de buscar lo que se quiere el pobre Cuervo para ese momento y haciendo provecho de su bella vivencia solo quería un cigarrillo pero el que tiró no tenía posibilidad de buscarlo de ningún modo, al pensar en cómo encontrar uno en medio de la selva y mientras el barquero tomó silencio, casi en un acto milagroso el agradable sujeto extendió hacia sus ojos algo muy parecido a lo que estaba buscando solo que con letras difíciles de reconocer que trataré de emular बीड़ी al encender dicho objeto con la propia fogata quiso estar a solas al lado del rio que le hizo conocer a su buen anfitrión, pero al darse la vuelta no vio más la casa del buen anciano, sino una especie de castillo o casa enorme.

Había sido transportado a un lugar que de no ser por la falta de calor parecería el mismo.

Al percatarse del hecho vio que su बीड़ी volvió a apagarse… aunque en esta ocasión vio una sombra a lo lejos, ya que, siempre llegaba de noche al nuevo sitio… pero con la buena noticia de ver a esta sombra con una antorcha muy apetecible para su बीड़ी, siguió el fuego hasta encontrarse con un joven de apariencia muy bella, que buscaba con rostro enamorado a alguien, al sentir su ansiedad y ver que por las huellas y camino que siguió acababa de escapar del lugar enorme que antes vio solo le señaló su antorcha prendió el tan esperado बीड़ी, y siguió su camino, pero al estar ahora en un ambiente más pantanoso, húmedo y frio, Cuervo tuvo la necesidad de conseguir un lugar cálido a verse entrando en hipotermia, así que aprovechando la ventana abierta que dejó el ansioso muchacho entró, solo para encontrarse con una especie de colegio religioso que tenía un letrero que decía “Mariabronn”, al dar unas vueltas por el lugar vio una puerta abierta con una cama dispuesta para ser usada, después de un rato solo pudo dormir en ella.

 Al acercarse el alba, fue despertado por el ansioso joven que se encontró la noche anterior, ahí entendió que la puerta abierta había sido encontrada de ese modo porque un nervioso joven la había dejado abierta a causa de la emoción que lo embargaba, y esta vez adelantándose y no queriendo quedar en el mismo lío de nombrar como al hombre indio “el barquero” quiso preguntar el nombre del joven, teniendo como respuesta un dulce “Goldmund”, el joven se sintió en confianza que comentar todas sus intimidades a tan extraño individuo que prendió un algo en la noche y ahora lo encontraba en su cama, le contó las historias que había vivido con un tal “Narziss” y vio en el la antítesis de este joven, sin saber mucho más de su vida ni de lo que acontecería, le quiso desear toda la suerte al joven en las travesías que se veía que tendría, viendo en esta antítesis que no podía seguir despreciando la sentimentalidad solo porque la razón es más segura, ese joven lleno de vida llenó su vida con ganas de vivir, Cuervo ya no era el mismo y sentía un adiós al ver que el joven tenía una caja que decía “Zigaretten” sobre su escritorio el joven muy amablemente le ofreció uno y Cuervo lo prendió con una antorcha casi apagada, que estaba en una de las paredes, Cuervo ya sabía lo que sucedería, y sucedió… al dar la primera calada al “Zigarette” que le ofreció el bello joven se encontró en un paraje lejano, donde las nubes parecían hacer una obra de teatro, donde solo pudo ver montañas siendo comidas por otras montañas, se encontró frente a un mismo muro con una antorcha muy parecida pero de un paraje inhóspito y salvaje, a darse vuelta vio un hombre mayor con cara estupefacta, pensó –será normal al ver aparecer a un hombre con ropas raras en mitad de su sala- pero para su sorpresa su cara era más de impaciencia y tristeza al saber que su hijo que después llamaría a la nada como “Peter” nunca volvería, viendo referenciado en aquel hombre de apellido Camenzind con su padre, de donde sacó su apellido “Cuervo” vio en él lo mismo que desde ese momento sabría que su padre, podía sentir… que se encontraba lejos y que lo extrañaba de la misma forma que el señor Camenzind extrañaba en su hijo Peter, algo volvió a cambiar en Cuervo, y algo también era distinto, su cigarrillo no se apagó pero estaba a punto de terminarse, al dar esa última calada y quemándose un poco los dedos en el proceso termino estupefacto en el mismo lugar en donde su ultimo recuerdo fue abrir algo con sus manos, que a simple vista parecería que fue un libro pero no, fue una cajetilla de cigarrillos que duro por toda la aventura pero había llegado a su fin, ¿se sintió mareado a causa de fumar tanto o del viaje por mundos distintos?, no lo sabremos, pero lo que sí está claro es que si bien no vivió otras vidas, sí que acompaño a diferentes personajes en historias que lo enriquecieron infinitamente, y todo sin repercusiones de que lamentarse… todo a menos que un experto en Hermann Hesse encuentre algo raro en un libro del autor, pero eso es tema para otra historia…

miércoles, 17 de noviembre de 2021

El episodio de Londoño

 


Lencen Londoño:

-Kazeb. - El mercado bullicioso. - Aparición del Victoria. - Los waganga. - Los hijos de la Luna. - Paseo del doctor. - Población. - El tembé real. - Las mujeres del sultán. - Una borrachera real. - Joe, adorado. - Cómo se baila en la Luna. - Peripecia. - Dos lunas en el firmamento. - Inestabilidad de las grandezas divin”

 El Victoria, tras haberse acercado poco a poco a tierra, enganchó una de sus anclas en la copa de un árbol, cerca de la plaza del mercado.

En aquel momento toda la población salía de sus madrigueras, asomando la cabeza con circunspección. Varios waganga, a quienes se reconocía por sus insignias de conchas cónicas, se acercaron resueltamente a los viajeros. Eran los magos del lugar. Llevaban colgando de la cintura calabacitas negras untadas con grasa y varios objetos de magia de una suciedad verdaderamente doctoral. Poco a poco, la muchedumbre siguió su ejemplo; salieron de todas partes niños y mujeres, y hubo ruido de tambores, y palmoteos, y millares de manos levantadas hacia el cielo.

—Ésa es su manera de orar dijo el doctor Londoño. Si no me equivoco, estamos llamados a representar un importante papel.

—Pues bien, señor, represéntelo.

—Tal vez tú, mi buen Joe, te conviertas en un dios.

—No lo sentiría, señor; no me disgusta el olor del incienso.

En aquel mismo momento, uno de los magos, un myanga, hizo un ademán, y el clamor se transformó en un profundo silencio. El hombre les dirigió algunas palabras a los viajeros, pero en una lengua desconocida.

El doctor Londoño, que no había entendido absolutamente nada, dijo lo primero que se le ocurrió en árabe, lengua en la que obtuvo inmediata y pronta respuesta.

El orador pronunció, con una verbosidad suma, una arenga muy florida que fue escuchada con religiosa atención; el doctor no tardó en comprender que el Victoria había sido tomado por la Luna en persona, amable dios que se había dignado acercarse a la ciudad con sus tres hijos, honra incomparable que permanecería eternamente grabada en la memoria de aquella tierra tan amada del Sol.

El doctor respondió, con gran dignidad, que la Luna realizaba cada mil años una gira por todas las provincias para que sus adoradores la viesen más de cerca, y les suplicó que le diesen a conocer sus necesidades y deseos sin miedo de abusar de su divina presencia.

El mago dijo entonces que el sultán, el mwani, enfermo desde hacía muchos años, imploraba la ayuda del cielo, y que él invitaba a los hijos de la Luna a que fuesen a visitarle.

El doctor hizo partícipes a sus compañeros de la invitación.

—¿Y serás capaz de ir a visitar a ese rey negro? preguntó el cazador.

¡Sin duda! ¿Qué inconveniente hay? Me parece que los ánimos están dispuestos a nuestro favor; la atmósfera está tranquila, no se mueve ni la hoja de un árbol. Por el Victoria, nada tenemos que temer.

—¿Y qué harás?

-No te preocupes, amigo Dick; con un poco de medicina saldré del paso. Luego, dirigiéndose al público, añadió: La Luna, compadeciéndose del soberano a quien tan acendrado cariño profesan los hijos del Unyamwezy, nos ha confiado su curación. ¡Prepárese, pues, a recibirnos!

Los gritos, los cantos y las demostraciones se multiplicaron y todo aquel hormiguero de cabezas negras se puso de nuevo en movimiento.

—Ahora, amigos, hay que prepararse para cualquier eventualidad. En un momento dado, podemos vernos obligados a partir rápidamente. Así pues, Dick se quedará en la barquilla y, por medio del soplete, mantendrá una fuerza ascensional suficiente. El ancla está sólidamente sujeta; no hay que temer nada. Yo bajaré a tierra. Joe me acompañará, pero se quedará al pie de la escala.

—¡Cómo! exclamó Kennedy. ¿Vas a ir solo a casa de ese salvaje?

—¡Señor! le secundó Joe. Entonces, ¿no quiere que le acompañe hasta la conclusión de la aventura?

—No, iré solo. Estas buenas gentes creen que ha venido a visitarles su gran diosa la Luna, así que la superstición nos protege. Nada temáis, pues, y permaneced cada cual en el puesto que le he asignado.

—Si ése es tu deseo... respondió el cazador.

—Vigila la dilatación del gas.

—Puedes marcharte tranquilo.

Los gritos de los indígenas iban en aumento; reclamaban la intervención del cielo.

—¡Escuche! dijo Joe. Percibo una actitud un tanto imperiosa hacia la bondadosa Luna y sus divinos hijos.

El doctor, provisto de su botiquín de viaje, bajó a tierra precedido de Joe. Éste, grave y digno como exigían las circunstancias, se sentó junto a la escala con las piernas cruzadas a la usanza árabe, y parte de la multitud formó un círculo respetuoso a su alrededor.

Entretanto, el doctor Londoño, conducido al son de numerosos instrumentos y escoltado por un grupo que ejecutaba danzas religiosas, marchó lentamente hacia el tembé real, situado en las afueras de la ciudad. Eran las tres, y el sol, haciéndose sin duda cargo de la solemnidad del acto, resplandecía.

El doctor Londoño fue recibido con grandes honores por los guardias y los favoritos, pertenecientes a la hermosa raza de los wanyamwezi, tipo puro de las poblaciones de África central. El doctor penetró en el palacio, donde a pesar de la enfermedad del sultán, el estrépito, que era ya terrible, aumentó. En el dintel de la puerta vio rabos de liebre y crines de cebra colgados a modo de talismán. Fue recibido por el tropel de esposas de Su Majestad al armonioso son del upatu, especie de címbalo hecho con el fondo de una cacerola de cobre, y el estruendo del kilindo, un tambor de cinco pies de altura construido con el tronco ahuecado de un árbol, que dos virtuosos tocaban a puñetazos.

El doctor Londoño, tras haber abarcado todo el conjunto de una soja ojeada, se acercó a la cama de madera del soberano. Allí vio a un hombre de unos cuarenta años, completamente embrutecido por orgías de toda clase y por el cual no se podía hacer nada. Su enfermedad, que se prolongaba desde hacía años, no era más que una borrachera crónica y continua. El real borracho casi había perdido el conocimiento, y ni todo el amoníaco del mundo le habría hecho volver en sí.

Durante la solemne visita, los favoritos y las mujeres se inclinaban flexionando las rodillas. El doctor, por medio de algunas gotas de un poderoso estimulante, consiguió reanimar instantáneamente aquel cuerpo embrutecido. El sultán hizo un movimiento, y ese síntoma, en un hombre casi cadáver que no daba signos de vida desde hacía horas, fue acogido con gritos en honor del médico. Éste, cansado ya de tanta farsa, se abrió paso entre sus demasiados entusiastas adoradores y salió del palacio para dirigirse al Victoria. Eran las seis de la tarde.

Durante su ausencia, Joe aguardaba tranquilamente al pie de la escala, siendo objeto de la mayor veneración. Como verdadero hijo de la Luna, él se dejaba adorar. Para ser una divinidad, su actitud era la de un buen hombre, nada soberbio e incluso de trato familiar con las jóvenes africanas, que no se cansaban de contemplarlo. Él les dirigía las más amables frases.

—Adorad, señoritas, adorad —les decía—. ¡Aunque hijo de diosa, no soy más que un pobre diablo!

Y todos aquellos africanos, imitadores como monos, quisieron reproducir sus maneras, sus cabriolas, sus movimientos; no se perdían un gesto, no olvidaban una postura, y aquello se convirtió en un delirio, una tremolina, una tempestad de carne y huesos de la que resulta imposible dar la más pequeña idea. En lo mejor de la fiesta, Joe vio acercarse al doctor.

Éste regresaba precipitadamente, en medio de una chusma aulladora y desordenada. Los magos y los jefes parecían muy enojados. Rodeaban al doctor, lo empujaban y le amenazaban. ¡Extraño giro! ¿Qué había sucedido? ¿Había sucumbido torpemente el sultán entre las manos de su médico celestial?

Kennedy, desde la barquilla, vio el peligro sin comprender la causa. El globo, imperiosamente solicitado por la dilatación del gas, tensaba la cuerda que lo sujetaba, impaciente por elevarse. El doctor llegó al pie de la escala. Un temor supersticioso contenía aún a la multitud y le impedía actuar con violencia contra su persona. El doctor subió rápidamente los escalones y Joe le siguió con agilidad.

—No hay que perder un instante le dijo su señor. ¡No intentes desenganchar el ancla!  

—¡Cortaremos la cuerda! ¡Sígueme!

—Pero ¿Qué pasa? preguntó Joe, entrando en la barquilla.

—¿Qué ha sucedido? dijo Kennedy, con la carabina en la mano.

—Mirad -respondió el doctor, señalando el horizonte.

 —¿Y bien? preguntó el cazador.

—¿Y bien? ¡La Luna!

La Luna, en efecto, roja y espléndida, destacaba como un globo de fuego sobre un fondo azul. ¡Era ella! ¡Ella y el Victoria! ¡O había dos lunas, o los extranjeros eran unos impostores, unos intrigantes, unos falsos dioses!

Tales habían sido las reflexiones naturales de la muchedumbre. De ahí el giro que habían dado los acontecimientos.

Joe soltó una carcajada. La población de Kazeh, comprendiendo que se les escapaba la presa, lanzó prolongados aullidos; arcos y mosquetes apuntaron hacia el globo.

Pero uno de los magos hizo un signo y todos bajaron las armas; el mago se encaramó al árbol con intención de coger la cuerda del ancla y obligar a la máquina a bajar.

Joe cogió un hacha.

¿Corto? dijo.

—Aguarda respondió el doctor.

—Pero, ese negro...

—Tal vez podamos salvar el ancla, y me conviene no perderla. Para cortar siempre habrá tiempo.

El mago, ya en el árbol, rompió las ramas con sus maniobras y desenganchó el ancla; ésta, violentamente arrastrada por el aeróstato, agarró entre las piernas al pobre mago, el cual, montado en aquel hipogrifo inesperado, partió hacia las regiones del aire.

Inmenso fue el asombro de la multitud al ver lanzarse al espacio a uno de sus waganga.

—¡Hurra! exclamó Joe, en tanto que el Victoria, gracias a su poder ascensional, subía con gran rapidez.

—Se agarra bien dijo Kennedy; un paseíto no le vendrá mal.

—¿Lo soltaremos de golpe?  preguntó Joe.

—¡No! replicó el doctor. Le dejaremos en tierra tranquilamente, y creo que después de esta aventura su poder de mago crecerá singularmente en el ánimo de sus contemporáneos.

—Capaces son de convertirlo en dios -exclamó Joe.

El Victoria había alcanzado una altura de aproximadamente mil pies.

El negro se agarraba a la cuerda con una energía increíble. Permanecía en silencio y con la mirada fija. Había en su terror algo de asombro. Un ligero viento del oeste empujaba el globo más allá de la ciudad.

Media hora después, el doctor, viendo el país desierto, moderó la llama del soplete y se acercó a tierra. Al llegar a veinte pies de ella, el negro tomó rápidamente la iniciativa: soltó la cuerda, cayó de pie y echó a correr hacia Kazeh mientras el Victoria, súbitamente libre de aquel lastre, subía otra vez a gran altura.

 

 


Episodio Vargas

 


Por German Vargas

Me gustaría situarme en un cuento de Julio Cortázar El Perseguidor en el cual se nos presenta Johnny Carter un artista de saxo alto y que ha sido considerado un genio y estrella del jazz de los años 50. Junto a él se encuentra otro personaje llamado Bruno, un crítico de jazz que tiene como propósito hacer la biografía de Johnny.  

Todo empieza en un cuarto sórdido de hotel en París, Johnny se encuentra enfermo, pero su dolencia no es corporal sino es una dolencia espiritual y mental. Este padecimiento le hace tener una apreciación extraña del tiempo, es un hombre que no comprende cómo funciona el tiempo.  Su obsesión por el tiempo y su desilusión por la vida es lo que le lleva a enfermar y, por eso, el personaje que nos encontramos presentado bajo la perspectiva de Bruno (el crítico de jazz) es un personaje que roza casi la locura. Además, a esto se le debe sumar su hábito del alcohol y de las drogas, algo a lo que acude cada vez más para soportar su dolor pero que, cada vez, le hunde más en el abismo.

Bruno acude a la habitación para interesarse por el estado de su amigo, pero, también, para documentarse para poder escribir una biografía sobre Johnny que tiene entre manos. Su interés, por tanto, no radica únicamente en que su amigo mejore sino, también, en conocer cómo es realmente este artista tan sublime que se obsesiona con temas tan "simples" como el mero paso del tiempo. Al final Bruno alcanza a comprender los pensamientos de Johnny, pero no se deja llevar por ellos por temor a caer en ese mismo estado que afecta a el jazzista.

El cuento gira en torno a los momentos finales que atraviesa un artista en la que los personajes no dejan de perseguir cosas, Johnny persigue una comprensión del tiempo, la música y su capacidad de abstraernos del momento, de trasportarnos a lugares sin tiempo. Bruno por su parte y todos aquellos que se relacionan con el Jazzman solo persiguen su talento, su capacidad de crear música.

La oposición de los personajes nos trasporta a no solo una manera particular de ver la vida. Bruno representa lo racional, el estudioso, el observador y Johnny representa el ser humano que se deja llevar por su parte emocional, por sus deseos, por sus caprichos. En ultimas, son dos caras de la misma moneda, el ser humano.  

Me gustaría ser Bruno y tratar de comprender la complejidad de la existencia de Carter con el tiempo y de su música, no remitirme exclusivamente a mi interés por él, por mi trabajo como crítico, sino tratar de entablar una conversación sin prejuicios morales e intereses, me gustaría preguntarle cuál es su apreciación del tiempo y la música, que es lo que lo abstrae y lo hace perderse en la musicalidad. ¿Qué es para él la música? Me gustaría preguntarle ¿si considera que llevo una vida buena o si considera angustiante la existencia misma? Y el cuento podría girar en un encuentro de los personajes, en una comunión, en el que la elección de una forma de vida determinada no vale más que la otra.  Y, precisamente esta, es una de las grandes situaciones en las que el texto nos pone ya que, con los dos personajes, está describiendo las posibilidades del ser humano y lo que llegamos a hacer por el mero hecho de "encajar".

domingo, 14 de noviembre de 2021

 ...

El Episodio Bedoya

 

Virgen de las rocas
Ricardo Bedoya

“No hieden, las imágenes, 
ni cimbran de dolor..."
Eliseo Diego                                                                                                                  



    Una niebla espesa, salida de mis pulmones, empañaba la ventana de mi habitación. El café se había enfriado, el cigarrillo que había encendido para acompañarlo se había apagado y mis ganas de leer sobre filosofía se habían ido junto con el sol de la mañana. Tomé el pedazo de cigarrillo que quedaba, me lo puse en los labios y lo encendí de nuevo. Tal vez era la bruma que ahora parecía perpetuarse cada tarde frente a mi ventana lo que me tenía dubitativo. Miré la foto que tenía sobre mi biblioteca, una foto mía con Miguel, abrazados y sonriendo. Nuestros cuatro años de novios se me pasaron como un flash por la mente, perdiendo un poco la noción del tiempo, ya que no estaba seguro de si había pasado un lustro o tan solo unos cuantos días desde que estábamos juntos. Intentando hallar el sosiego para mi mente, fui a la sala a mirar la biblioteca. Aunque la lista de los libros que no había leído era larga, tomé el mismo que había leído diez o más veces, pues también era el mismo que podía leer siempre en tan solo un día. Me hice otro tinto, lo serví sobre el ya reposado, me senté con la taza y el libro en el sofá y empecé a leer. 

    Luego de casi una hora de lectura me paré para ir al baño. Me estaba lavando las manos cuando alcé la vista hacia el espejo y el susto que tuve me hizo caer hacia atrás, provocando que me golpeara la cabeza contra la puerta. Aturdido me levanté de nuevo y me miré en el espejo. El yo que estaba allí era uno que no veía hace casi cinco años. Tenía otro corte de pelo, no tenía el bigote que ahora me dejaba crecer, y los brackets los tenía como recién puestos; era como si me hubiera rejuvenecido. Estaba consternado. No sabía qué había sucedido. Salí del baño con cautela, para que, sin pensarlo, me sorprendiera una vez más al ver que no solo yo había cambiado: el apartamento en el que vivía ya no era el mismo, había otros muebles, las cortinas ya no eran blancas, las plantas de la repisa habían sido reemplazadas por pequeñas figuras de porcelana y la mesa en la que solía sentarme a fumar ya no existía. Definitivamente era otro lugar. Me desplacé rápidamente por toda la casa, mirando todo: las fotos, las decoraciones, los cuadros, todas las cosas que no eran ni mías ni de Miguel. No tenía mi celular en el bolsillo, lo busqué palpando y sacudiendo cada parte de mi cuerpo sin tener éxito, pero me percaté de que había un teléfono de disco en una mesa. Llamé al celular de Miguel y sonó ocupado. Llamé donde mi mamá, timbró un rato largo y nadie contestó.  Busqué a mis gatos, a mi perra, se habían esfumado, no había rastro de sus juguetes o de sus cosas. Miré por la ventana, para descubrir entonces que donde antes se alzaba una torre de apartamentos ahora había un parqueadero. Asustado y confundido salí casi corriendo de allí. ¿A dónde iría?, ¿quién podría ayudarme? La tienda de la esquina ahora solo era una casa. Me senté al frente, en el andén, y empecé a llorar. 
    Estuve en el andén un rato con la cabeza entre las piernas, sollozando, cuando escuché que alguien venía. Alcé la vista y vi a un muchacho acercándose. Él se quedó mirándome, nunca lo había visto pero yo sabía que le conocía.

    —Quihubo—me dijo sentándose al lado mío— ¿Está bien?
    —No sé, creo que no, no sé qué pasa. ¿Lo conozco?
    —No, pero mucho gusto, me llamo Leonardo. ¿Usted cómo se llama?
    —Ricardo.
    —Quihubo, Ricardo. Cuénteme qué le pasó.
    —Estaba en mi casa… y luego simplemente ya no.
    —¿Lo echaron de su casa?
    —No, o sí, ya no estoy seguro, solo estoy algo perdido.
    —Si quiere vamos al Parque Nacional, tomamos gaseosa y nos sentamos un rato hasta que se sienta mejor. Yo sé lo que es no tener casa, además estoy aburrido y mi amigo no puede salir hoy.

    Sin más que hacer y sintiéndome tan solo, le dije que sí. Entonces nos fuimos caminando hasta el parque. Leonardo me sonreía cada tanto. Era uno de esos muchachos que se valían de sus encantos para engatusar y conquistar. En el camino lo inenarrable seguía sucediendo: muchas veces había caminado hasta el parque, pero un montón de cosas ya no estaban en su lugar, ni lucían como siempre. Luego de llegar y comprar una Coca-Cola, empezó a hacerme preguntas como a qué me dedicaba, que cuál música me gustaba y otras cosas que me hicieron olvidar por un momento lo que había pasado. 

    — ¿Y tiene amigo? — me preguntó.
    —¿Novio?
    —Sí, eso. Es que novio suena chistoso, ¿no le parece?
    —Me da igual, creo… Sí, vivo con él, ¿y usted?
    —¿Yo qué?
    —Que si tiene novio.
    —Ah, si.
    —Qué bueno.
    —…
    —…
    —¡Qué triste!
    —¿El qué?
    —Que tenga amigo.
    —¿Por qué triste? Usted también tiene.
    —Porque tengo unas ganas absurdas de besarlo y es triste no poder hacerlo. 
    —Ah…—respondí acomodándome en la banca. —Sí, no sería buena idea.
    —Sí… Es que me siento mal ¿sabe?, mi amigo está enojado conmigo.
    —¿Por qué?
    —Porque me echaron de mi casa y ahora vivo con otro amigo.
    —¿Cómo se llama su amigo?
    —Felipe.
    Al principio nada había tenido sentido, pero ahora empezaba a atar cavos. Empecé a reírme. 
    —¿Es un chiste, cierto?, ¿cómo es su apellido?
    —Garay, ¿por qué? —me preguntó muy serio.
    —Claro, claro. Leonardo, Felipe, Un beso de Dick. Leonardo que vive con otro hombre al final del libro… ¿Es todo esto una broma?, ¿quién está haciendo todo esto?
    —¿De qué está hablando? ¿Lo emborrachó el refresco? 
    Molesto por toda la situación, sin entender nada, me levanté diciéndole que me tenía que ir. Él se puso de pie y cuando le estaba dando la espalda me haló de la chaqueta.
    —Venga, no se ponga bravo.
    —¡Déjeme sano! —Le grité volviéndome hacia él y halé también mi chaqueta.
    —Es que no me gusta ver muchachos tristes— me dijo y me plantó un beso en los labios. Lo alejé de un empujón y me fui otra vez llorando. 

***

    Iba bajando por la calle treinta y nueve, cuando subía otro muchacho que al igual que Leonardo, se quedó mirándome, dándome también la sensación de que le conocía.
    —Déjeme adivinar — le dije en cuanto me pasó por el lado— ¿Usted es Felipe?
    —Sí, ¿cómo sabe mi nombre?
   —Porque acabo de besar a su amigo. Y estoy harto de todo esto, de verdad qué sensación tan horrible.
    En ese momento venía Leonardo corriendo tras de mí.
    —¿Qué hace acá? — le preguntó Leonardo a Felipe.
    —Me escapé para venir a verlo. Mi papá salió a comprar repuestos y mi mamá tenía turno en el hospital. Pero ahora me entero de que tiene un nuevo amigo.
    —No es un amigo, lo acabo de conocer. Pensé que estaría disgustado conmigo como para venir.
    —No estaba disgustado… O sí… No sé, solo sé que ahora sí lo estoy. 
    —Yo estoy harto la verdad, — les dije apartándome — no tengo casa, no sé que me pasó ni por qué estoy aquí, ustedes no existen, parece que hubiera vuelto en el tiempo o me hubiera metido en su libro y me siento cada vez peor.
    —Felipe, yo sé que usted no está contento conmigo, pero deberíamos ayudarlo—dijo Leonardo.
    —¿Qué le pasó? Está hablando muy raro.
    —Creo que está como desorientado. Vamos a la casa de mi amigo cerca a la avenida Chile y miramos a quién podemos llamar.
    —¡QUÉ USTEDES NO EXISTEN! —les grité. En ese momento se cayó el libro de mis piernas y me despertó. Me había quedado dormido en el sofá. Mirando a mi alrededor pude comprobar que todo estaba como antes en la casa, corrí al baño y yo tampoco tenía algún cambio. Me sentí mejor, incluso un poco agradecido de que, aunque el día siguiera gris, yo estaba en mi casa.  





El Episodio Orozco



PH: Camilo Suárez

Por: Juan David Bedoya Orozco

 

El texto en el que me gustaría introducirme sería Continuidad de los parques de Julio Cortázar (1964). Me gustaría introducirme en el preciso instante donde el amante va subiendo las escaleras y estar ahí frente a frente y preguntarle entre muchas cosas: ¿Por qué matar? ¿Por qué el amor es el motivo de la destrucción? ¿El valor del otro dónde se encuentra? Probablemente mi comportamiento no sería algo extravagante y mucho menos de confrontar al otro violentamente, pero sí sería de cuestionamientos razonables. Diría que conozco su intención, y que su intención no es nada buena. Probablemente el entrar a hablar con él, me haría poder decirle que esa inseguridad latente por no dejarse dar un beso, por no sentir que era lo correcto era una señal y que la presión social que le ejercen a él mismo no puede ser el motivo para destruir a otro. Mi sentido de estar en ese preciso lugar en ese preciso momento es detener la violencia, pero no sólo la violencia que le pueda ejercer el amante al marido, la constante de violencia literaria y el negocio que se creó a partir de ella. Me parece que la analogía de Cortázar sobre bailar con la realidad es increíble, pero lo sería aún más enseñar que no se justifica asesinar bajo ningún criterio, siento que este acto, el de razonar las consecuencias, los sentimientos antes de actuar son claves para una construcción social en tanto que la misma violencia nos hace normalizar conductas que no aportan al carácter social que el ser humano ha adquirido desde que pertenece a una sociedad. Llevaría el relato hacia la autocrítica por parte del amante y a buscar a la esposa y decirle que busquen irse lejos, sin que ninguno sepa nada de nadie, pues entiendo que por el tiempo es difícil lograr el divorcio, pero tampoco se puede estar forzado con alguien a quien claramente no amas. Tal vez, en mi visión narrativa actual diría que es simple decidir sobre este dilema ético, sobre si matar a alguien para vivir con el amor de tu vida, o dejarle vivir para seguir siendo el amante. Pero de igual manera, creo que se podría llegar a algo menos violento y razonable. Me gustaría precisamente estar ahí en las escaleras habiendo advertido al esposo que se fuese pues su mujer le habría tendido una trampa para llevarlo a su muerte, esto para salvar una vida, y hacer entrar en razón al amante. Creo que me gustarían tantas cosas, tantos modos de resolver, volver, iniciar, repetir, que simplemente no me gustaría entrar a la obra si el personaje principal debiera ser yo. Y no me gustaría porque creo que amar no es un pretexto para matar, pero hay a quienes amar se les hace un concepto tan enredado que pierden completamente la cabeza por amar, pero... ¿Cuál es el sentido de su amor? Creo que sería una excelente pregunta y la última que le haría al amante.