Lencen Londoño:
“-Kazeb. - El mercado bullicioso. -
Aparición del Victoria. - Los waganga. - Los hijos de la Luna. - Paseo del
doctor. - Población. - El tembé real. - Las mujeres del sultán. - Una
borrachera real. - Joe, adorado. - Cómo se baila en la Luna. - Peripecia. - Dos
lunas en el firmamento. - Inestabilidad de las grandezas divin”
En aquel momento toda la
población salía de sus madrigueras, asomando la cabeza con circunspección.
Varios waganga, a quienes se reconocía por sus insignias de conchas cónicas, se
acercaron resueltamente a los viajeros. Eran los magos del lugar. Llevaban
colgando de la cintura calabacitas negras untadas con grasa y varios objetos de
magia de una suciedad verdaderamente doctoral. Poco a poco, la muchedumbre
siguió su ejemplo; salieron de todas partes niños y mujeres, y hubo ruido de
tambores, y palmoteos, y millares de manos levantadas hacia el cielo.
—Ésa es su manera de orar —dijo el doctor Londoño—. Si no me equivoco, estamos llamados a representar un importante papel.
—Pues bien, señor,
represéntelo.
—Tal vez tú, mi buen Joe,
te conviertas en un dios.
—No lo sentiría, señor;
no me disgusta el olor del incienso.
En aquel mismo momento,
uno de los magos, un myanga, hizo un ademán, y el clamor se transformó en un
profundo silencio. El hombre les dirigió algunas palabras a los viajeros, pero
en una lengua desconocida.
El doctor Londoño, que no
había entendido absolutamente nada, dijo lo primero que se le ocurrió en árabe,
lengua en la que obtuvo inmediata y pronta respuesta.
El orador pronunció, con
una verbosidad suma, una arenga muy florida que fue escuchada con religiosa
atención; el doctor no tardó en comprender que el Victoria había sido tomado
por la Luna en persona, amable dios que se había dignado acercarse a la ciudad
con sus tres hijos, honra incomparable que permanecería eternamente grabada en
la memoria de aquella tierra tan amada del Sol.
El doctor respondió, con
gran dignidad, que la Luna realizaba cada mil años una gira por todas las
provincias para que sus adoradores la viesen más de cerca, y les suplicó que le
diesen a conocer sus necesidades y deseos sin miedo de abusar de su divina
presencia.
El mago dijo entonces que
el sultán, el mwani, enfermo desde hacía muchos años, imploraba la ayuda del
cielo, y que él invitaba a los hijos de la Luna a que fuesen a visitarle.
El doctor hizo partícipes
a sus compañeros de la invitación.
—¿Y serás capaz de ir a visitar a ese rey negro? —preguntó el cazador.
¡Sin duda! ¿Qué
inconveniente hay? Me parece que los ánimos están dispuestos a nuestro favor;
la atmósfera está tranquila, no se mueve ni la hoja de un árbol. Por el
Victoria, nada tenemos que temer.
—¿Y qué harás?
-No te preocupes, amigo Dick; con un poco de medicina saldré del paso. —Luego, dirigiéndose al público, añadió—: La Luna, compadeciéndose del soberano a quien tan acendrado cariño profesan los hijos del Unyamwezy, nos ha confiado su curación. ¡Prepárese, pues, a recibirnos!
Los gritos, los cantos y
las demostraciones se multiplicaron y todo aquel hormiguero de cabezas negras
se puso de nuevo en movimiento.
—Ahora, amigos, hay que
prepararse para cualquier eventualidad. En un momento dado, podemos vernos
obligados a partir rápidamente. Así pues, Dick se quedará en la barquilla y,
por medio del soplete, mantendrá una fuerza ascensional suficiente. El ancla
está sólidamente sujeta; no hay que temer nada. Yo bajaré a tierra. Joe me
acompañará, pero se quedará al pie de la escala.
—¡Cómo! —exclamó Kennedy—. ¿Vas a ir solo a casa de ese salvaje?
—¡Señor! —le secundó Joe—. Entonces, ¿no quiere que le acompañe hasta la conclusión de la aventura?
—No, iré solo. Estas
buenas gentes creen que ha venido a visitarles su gran diosa la Luna, así que
la superstición nos protege. Nada temáis, pues, y permaneced cada cual en el
puesto que le he asignado.
—Si ése es tu deseo... —respondió el cazador.
—Vigila la dilatación del
gas.
—Puedes marcharte
tranquilo.
Los gritos de los
indígenas iban en aumento; reclamaban la intervención del cielo.
—¡Escuche! —dijo Joe—. Percibo una actitud un tanto imperiosa hacia la bondadosa Luna y sus divinos hijos.
El doctor, provisto de su
botiquín de viaje, bajó a tierra precedido de Joe. Éste, grave y digno como
exigían las circunstancias, se sentó junto a la escala con las piernas cruzadas
a la usanza árabe, y parte de la multitud formó un círculo respetuoso a su
alrededor.
Entretanto, el doctor Londoño,
conducido al son de numerosos instrumentos y escoltado por un grupo que
ejecutaba danzas religiosas, marchó lentamente hacia el tembé real, situado en
las afueras de la ciudad. Eran las tres, y el sol, haciéndose sin duda cargo de
la solemnidad del acto, resplandecía.
El doctor Londoño fue
recibido con grandes honores por los guardias y los favoritos, pertenecientes a
la hermosa raza de los wanyamwezi, tipo puro de las poblaciones de África
central. El doctor penetró en el palacio, donde a pesar de la enfermedad del
sultán, el estrépito, que era ya terrible, aumentó. En el dintel de la puerta
vio rabos de liebre y crines de cebra colgados a modo de talismán. Fue recibido
por el tropel de esposas de Su Majestad al armonioso son del upatu, especie de
címbalo hecho con el fondo de una cacerola de cobre, y el estruendo del
kilindo, un tambor de cinco pies de altura construido con el tronco ahuecado de
un árbol, que dos virtuosos tocaban a puñetazos.
El doctor Londoño, tras
haber abarcado todo el conjunto de una soja ojeada, se acercó a la cama de
madera del soberano. Allí vio a un hombre de unos cuarenta años, completamente
embrutecido por orgías de toda clase y por el cual no se podía hacer nada. Su
enfermedad, que se prolongaba desde hacía años, no era más que una borrachera
crónica y continua. El real borracho casi había perdido el conocimiento, y ni
todo el amoníaco del mundo le habría hecho volver en sí.
Durante la solemne
visita, los favoritos y las mujeres se inclinaban flexionando las rodillas. El
doctor, por medio de algunas gotas de un poderoso estimulante, consiguió
reanimar instantáneamente aquel cuerpo embrutecido. El sultán hizo un
movimiento, y ese síntoma, en un hombre casi cadáver que no daba signos de vida
desde hacía horas, fue acogido con gritos en honor del médico. Éste, cansado ya
de tanta farsa, se abrió paso entre sus demasiados entusiastas adoradores y
salió del palacio para dirigirse al Victoria. Eran las seis de la tarde.
Durante su ausencia, Joe
aguardaba tranquilamente al pie de la escala, siendo objeto de la mayor
veneración. Como verdadero hijo de la Luna, él se dejaba adorar. Para ser una
divinidad, su actitud era la de un buen hombre, nada soberbio e incluso de
trato familiar con las jóvenes africanas, que no se cansaban de contemplarlo.
Él les dirigía las más amables frases.
—Adorad, señoritas, adorad
—les decía—. ¡Aunque hijo de diosa, no soy más que un pobre diablo!
Y todos aquellos
africanos, imitadores como monos, quisieron reproducir sus maneras, sus
cabriolas, sus movimientos; no se perdían un gesto, no olvidaban una postura, y
aquello se convirtió en un delirio, una tremolina, una tempestad de carne y
huesos de la que resulta imposible dar la más pequeña idea. En lo mejor de la
fiesta, Joe vio acercarse al doctor.
Éste regresaba
precipitadamente, en medio de una chusma aulladora y desordenada. Los magos y
los jefes parecían muy enojados. Rodeaban al doctor, lo empujaban y le
amenazaban. ¡Extraño giro! ¿Qué había sucedido? ¿Había sucumbido torpemente el
sultán entre las manos de su médico celestial?
Kennedy, desde la
barquilla, vio el peligro sin comprender la causa. El globo, imperiosamente
solicitado por la dilatación del gas, tensaba la cuerda que lo sujetaba,
impaciente por elevarse. El doctor llegó al pie de la escala. Un temor
supersticioso contenía aún a la multitud y le impedía actuar con violencia
contra su persona. El doctor subió rápidamente los escalones y Joe le siguió
con agilidad.
—No hay que perder un instante —le dijo su señor—. ¡No intentes desenganchar el ancla!
—¡Cortaremos la cuerda!
¡Sígueme!
—Pero ¿Qué pasa? —preguntó Joe, entrando en la barquilla.
—¿Qué ha sucedido? —dijo Kennedy, con la carabina en la mano.
—Mirad -respondió el
doctor, señalando el horizonte.
—¿Y bien? —preguntó el cazador.
—¿Y bien? ¡La Luna!
La Luna, en efecto, roja
y espléndida, destacaba como un globo de fuego sobre un fondo azul. ¡Era ella!
¡Ella y el Victoria! ¡O había dos lunas, o los extranjeros eran unos
impostores, unos intrigantes, unos falsos dioses!
Tales habían sido las
reflexiones naturales de la muchedumbre. De ahí el giro que habían dado los
acontecimientos.
Joe soltó una carcajada.
La población de Kazeh, comprendiendo que se les escapaba la presa, lanzó
prolongados aullidos; arcos y mosquetes apuntaron hacia el globo.
Pero uno de los magos
hizo un signo y todos bajaron las armas; el mago se encaramó al árbol con
intención de coger la cuerda del ancla y obligar a la máquina a bajar.
Joe cogió un hacha.
¿Corto? —dijo.
—Aguarda —respondió el doctor.
—Pero, ese negro...
—Tal vez podamos salvar
el ancla, y me conviene no perderla. Para cortar siempre habrá tiempo.
El mago, ya en el árbol,
rompió las ramas con sus maniobras y desenganchó el ancla; ésta, violentamente
arrastrada por el aeróstato, agarró entre las piernas al pobre mago, el cual,
montado en aquel hipogrifo inesperado, partió hacia las regiones del aire.
Inmenso fue el asombro de
la multitud al ver lanzarse al espacio a uno de sus waganga.
—¡Hurra! —exclamó Joe, en tanto que el Victoria, gracias a su poder ascensional, subía con gran rapidez.
—Se agarra bien —dijo Kennedy—; un paseíto no le vendrá mal.
—¿Lo soltaremos de golpe? preguntó Joe.
—¡No! —replicó el doctor—. Le dejaremos en tierra tranquilamente, y creo que después de esta aventura su poder de mago crecerá singularmente en el ánimo de sus contemporáneos.
—Capaces son de
convertirlo en dios -exclamó Joe.
El Victoria había
alcanzado una altura de aproximadamente mil pies.
El negro se agarraba a la
cuerda con una energía increíble. Permanecía en silencio y con la mirada fija.
Había en su terror algo de asombro. Un ligero viento del oeste empujaba el
globo más allá de la ciudad.
Media hora después, el
doctor, viendo el país desierto, moderó la llama del soplete y se acercó a
tierra. Al llegar a veinte pies de ella, el negro tomó rápidamente la
iniciativa: soltó la cuerda, cayó de pie y echó a correr hacia Kazeh mientras
el Victoria, súbitamente libre de aquel lastre, subía otra vez a gran altura.
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