Virgen de las rocas |
“No hieden, las imágenes,
ni cimbran de dolor..."
Eliseo Diego
Una niebla espesa, salida de mis pulmones, empañaba la ventana de mi habitación. El café se había enfriado, el cigarrillo que había encendido para acompañarlo se había apagado y mis ganas de leer sobre filosofía se habían ido junto con el sol de la mañana. Tomé el pedazo de cigarrillo que quedaba, me lo puse en los labios y lo encendí de nuevo. Tal vez era la bruma que ahora parecía perpetuarse cada tarde frente a mi ventana lo que me tenía dubitativo. Miré la foto que tenía sobre mi biblioteca, una foto mía con Miguel, abrazados y sonriendo. Nuestros cuatro años de novios se me pasaron como un flash por la mente, perdiendo un poco la noción del tiempo, ya que no estaba seguro de si había pasado un lustro o tan solo unos cuantos días desde que estábamos juntos. Intentando hallar el sosiego para mi mente, fui a la sala a mirar la biblioteca. Aunque la lista de los libros que no había leído era larga, tomé el mismo que había leído diez o más veces, pues también era el mismo que podía leer siempre en tan solo un día. Me hice otro tinto, lo serví sobre el ya reposado, me senté con la taza y el libro en el sofá y empecé a leer.
Luego de casi una hora de lectura me paré para ir al baño. Me estaba lavando las manos cuando alcé la vista hacia el espejo y el susto que tuve me hizo caer hacia atrás, provocando que me golpeara la cabeza contra la puerta. Aturdido me levanté de nuevo y me miré en el espejo. El yo que estaba allí era uno que no veía hace casi cinco años. Tenía otro corte de pelo, no tenía el bigote que ahora me dejaba crecer, y los brackets los tenía como recién puestos; era como si me hubiera rejuvenecido. Estaba consternado. No sabía qué había sucedido. Salí del baño con cautela, para que, sin pensarlo, me sorprendiera una vez más al ver que no solo yo había cambiado: el apartamento en el que vivía ya no era el mismo, había otros muebles, las cortinas ya no eran blancas, las plantas de la repisa habían sido reemplazadas por pequeñas figuras de porcelana y la mesa en la que solía sentarme a fumar ya no existía. Definitivamente era otro lugar. Me desplacé rápidamente por toda la casa, mirando todo: las fotos, las decoraciones, los cuadros, todas las cosas que no eran ni mías ni de Miguel. No tenía mi celular en el bolsillo, lo busqué palpando y sacudiendo cada parte de mi cuerpo sin tener éxito, pero me percaté de que había un teléfono de disco en una mesa. Llamé al celular de Miguel y sonó ocupado. Llamé donde mi mamá, timbró un rato largo y nadie contestó. Busqué a mis gatos, a mi perra, se habían esfumado, no había rastro de sus juguetes o de sus cosas. Miré por la ventana, para descubrir entonces que donde antes se alzaba una torre de apartamentos ahora había un parqueadero. Asustado y confundido salí casi corriendo de allí. ¿A dónde iría?, ¿quién podría ayudarme? La tienda de la esquina ahora solo era una casa. Me senté al frente, en el andén, y empecé a llorar.
Estuve en el andén un rato con la cabeza entre las piernas, sollozando, cuando escuché que alguien venía. Alcé la vista y vi a un muchacho acercándose. Él se quedó mirándome, nunca lo había visto pero yo sabía que le conocía.
—Quihubo—me dijo sentándose al lado mío— ¿Está bien?
—No sé, creo que no, no sé qué pasa. ¿Lo conozco?
—No, pero mucho gusto, me llamo Leonardo. ¿Usted cómo se llama?
—Ricardo.
—Quihubo, Ricardo. Cuénteme qué le pasó.
—Estaba en mi casa… y luego simplemente ya no.
—¿Lo echaron de su casa?
—No, o sí, ya no estoy seguro, solo estoy algo perdido.
—Si quiere vamos al Parque Nacional, tomamos gaseosa y nos sentamos un rato hasta que se sienta mejor. Yo sé lo que es no tener casa, además estoy aburrido y mi amigo no puede salir hoy.
Sin más que hacer y sintiéndome tan solo, le dije que sí. Entonces nos fuimos caminando hasta el parque. Leonardo me sonreía cada tanto. Era uno de esos muchachos que se valían de sus encantos para engatusar y conquistar. En el camino lo inenarrable seguía sucediendo: muchas veces había caminado hasta el parque, pero un montón de cosas ya no estaban en su lugar, ni lucían como siempre. Luego de llegar y comprar una Coca-Cola, empezó a hacerme preguntas como a qué me dedicaba, que cuál música me gustaba y otras cosas que me hicieron olvidar por un momento lo que había pasado.
— ¿Y tiene amigo? — me preguntó.
—¿Novio?
—Sí, eso. Es que novio suena chistoso, ¿no le parece?
—Me da igual, creo… Sí, vivo con él, ¿y usted?
—¿Yo qué?
—Que si tiene novio.
—Ah, si.
—Qué bueno.
—…
—…
—¡Qué triste!
—¿El qué?
—Que tenga amigo.
—¿Por qué triste? Usted también tiene.
—Porque tengo unas ganas absurdas de besarlo y es triste no poder hacerlo.
—Ah…—respondí acomodándome en la banca. —Sí, no sería buena idea.
—Sí… Es que me siento mal ¿sabe?, mi amigo está enojado conmigo.
—¿Por qué?
—Porque me echaron de mi casa y ahora vivo con otro amigo.
—¿Cómo se llama su amigo?
—Felipe.
Al principio nada había tenido sentido, pero ahora empezaba a atar cavos. Empecé a reírme.
—¿Es un chiste, cierto?, ¿cómo es su apellido?
—Garay, ¿por qué? —me preguntó muy serio.
—Claro, claro. Leonardo, Felipe, Un beso de Dick. Leonardo que vive con otro hombre al final del libro… ¿Es todo esto una broma?, ¿quién está haciendo todo esto?
—¿De qué está hablando? ¿Lo emborrachó el refresco?
Molesto por toda la situación, sin entender nada, me levanté diciéndole que me tenía que ir. Él se puso de pie y cuando le estaba dando la espalda me haló de la chaqueta.
—Venga, no se ponga bravo.
—¡Déjeme sano! —Le grité volviéndome hacia él y halé también mi chaqueta.
—Es que no me gusta ver muchachos tristes— me dijo y me plantó un beso en los labios. Lo alejé de un empujón y me fui otra vez llorando.
***
Iba bajando por la calle treinta y nueve, cuando subía otro muchacho que al igual que Leonardo, se quedó mirándome, dándome también la sensación de que le conocía.
—Déjeme adivinar — le dije en cuanto me pasó por el lado— ¿Usted es Felipe?
—Sí, ¿cómo sabe mi nombre?
—Porque acabo de besar a su amigo. Y estoy harto de todo esto, de verdad qué sensación tan horrible.
En ese momento venía Leonardo corriendo tras de mí.
—¿Qué hace acá? — le preguntó Leonardo a Felipe.
—Me escapé para venir a verlo. Mi papá salió a comprar repuestos y mi mamá tenía turno en el hospital. Pero ahora me entero de que tiene un nuevo amigo.
—No es un amigo, lo acabo de conocer. Pensé que estaría disgustado conmigo como para venir.
—No estaba disgustado… O sí… No sé, solo sé que ahora sí lo estoy.
—Yo estoy harto la verdad, — les dije apartándome — no tengo casa, no sé que me pasó ni por qué estoy aquí, ustedes no existen, parece que hubiera vuelto en el tiempo o me hubiera metido en su libro y me siento cada vez peor.
—Felipe, yo sé que usted no está contento conmigo, pero deberíamos ayudarlo—dijo Leonardo.
—¿Qué le pasó? Está hablando muy raro.
—Creo que está como desorientado. Vamos a la casa de mi amigo cerca a la avenida Chile y miramos a quién podemos llamar.
—¡QUÉ USTEDES NO EXISTEN! —les grité. En ese momento se cayó el libro de mis piernas y me despertó. Me había quedado dormido en el sofá. Mirando a mi alrededor pude comprobar que todo estaba como antes en la casa, corrí al baño y yo tampoco tenía algún cambio. Me sentí mejor, incluso un poco agradecido de que, aunque el día siguiera gris, yo estaba en mi casa.
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