Cronopropio. Biografía
Ficcionalizada de “El Murmurador”
Por: Felipe Castro Garcia
El murmurador es un espíritu
como ningún otro. A comparación de sus compañeros, los cuales no tienen una
forma definida y se la pasan mutando y cambiando de forma, él no tiene ningún reparo
ni incomodidad, tampoco necesidad, de cambiar su forma para no asustar a algún precavido,
de ponerse unas alas blancas y una aureola de disfraz para los cristianos, tampoco
de hacerse un macho cabrío antropomorfo para mostrarse a los humanos que prediquen
el satanismo.
Nació con los ojos y el
pico de los búhos hace muchos millones de años. Y una buena noche, que es cuando
siempre hace de las suyas, estaba cansado de murmurar y murmurar a los
caminantes nocturnos de un pueblo cercano a las montañas. Cansado de susurrar a
los ojos de los demás con sabios consejos, aunque un poco locos eso sí, (porque
bien es sabido que, casi todos los genios y sabios están locos de una u otra
forma) Se alzo al cielo triste y vio un adolescente en una fila de más
adolescentes esperando a subirse a ese aterrador aparato que él describe como una
caja de metal fumadora, de la cual el murmurador vivía también cansado.
El Murmurador susurro a
toda la fila que; no se subieran al bus, que caminaran a sus casas en la
pacifica noche, que tocaran los timbres y que corretearan entre carros con las
bicis, o que acompañaran a los amores respectivos de cada quien, hasta sus
casas y que frente a las puertas hablaran por horas. Lo que más le gustaba al
murmurador, era ver a esas parejitas semi infantiles darse, a veces a
tarascasos, otras con fino rubor y otras veces con exquisita suavidad y
sutileza, los primeros besos inolvidables bajo la luna.
Murmurador miro a todos a
los ojos, pero de todos ellos sólo uno pareció escucharlo, y este joven, que no
tendría mas de 12 años se aventuró a irse a pie, desde el centro de su pueblo
hasta las veredas y campos donde el vivía. Este chico era de muchos amigos y
bien conocido por ahí, de modo que al salir del colegio y pisar la calle, encontró
a demás compañeros que también emprendían “la vagabundería nocturna” que significaba;
hablar y hablar, hacer vaca para algo de comer, timbrar en casas ajenas, parar
buses para no tomarlos y demás cosas que el murmurador tanto gozaba ver.
Después de tan juveniles
cofradías, el chico que atendió el llamado del murmurador se disponía a caminar
hasta su casa, con la sonrisa en el rostro de que estaba sintiendo el aire fresco
de la noche y no las violentas ráfagas de aire de los buses al abrirse las
ventanas. Pero de repente, en lo suburbios peligrosos del pueblo, reconoció la
figura de una chica, que estaba bajo la luz parpadeante de un poste de luz. Su
buzo azul, su cabello rubio hasta las caderas, su nariz respingada, el
murmurador no tuvo ni siquiera que murmurar, para ver a este chico hablando con
aquella hermosa chica y ofreciéndosele, como un acompañante hasta su casa para
que no atravesará ese barrio sola.
Ella aceptó y pago aquel
favor (que no costó nada) con un dulce beso lleno de calor en esa noche fria. Y aunque ninguno
de los dos se amaba, sino que sólo se atraían, el murmurador pudo ver de nuevo,
la espontaneidad del amor manifestándose, como forma de gratitud desinteresada
por el otro.
Hasta el día de hoy, el
murmurador sigue aconsejando a aquel chico que, de los tantos seres humanos que
ese búho loco y cantador ha podido ver, es uno de los que más le ha seguido el juego,
y juntos en cualquier noche, en cualquier lugar, van caminando murmurando y
tarareando canciones que evocan recuerdos, y mientras aquello pasa, ambos espíritus
se hacen uno y su coro son las estrellas.
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