martes, 23 de junio de 2020

Cronopropio - Esteban López


¿Cómo observar el pasado sin mirar atrás?

El difícil mirar hacia atrás cuando sientes que algo vigila a cuestas de las sombras, el fantasmal recuerdo de lo insano y lo bello respiran en la nuca. Solo se tiene el alineamiento de mirar al frente y, no por ello, al futuro. La historiografía como la forma en que se ha escrito la vida individual recobra sentido cuando se examina, se colma de aseveradas lecciones de vida que el consejo de mamá no bastó para detener el tiempo. Antes de que llegue el alba una acción conjuró que se valorasen más las cosas que procuraron dolor y aquellas que sanaron con una sonrisa, un plato de comida caliente, el calor de un padre frío, el miedo al fracaso, la infancia bajo pulsiones animalescas no racionales y el vacío de un alma cuando no llega a casa.
Como tiburones vamos todos hasta que un golpe intangible hace derramar sangre por la nariz, algunos solo se esfuerzan por fumar y beber para, con fortuna, desalojar los temores que los envuelven de 1 a 3 am. No tienen cuello, para observar quien roza su hombro por detrás tienen que girar con todo su cuerpo, pero al hacerlo el cuerpo que rozó el hombro también lo hizo y este queda imperceptible, ¿acaso fuiste tú mismo y no te has percatado?
Admito que un método valioso pero fugaz es la práctica de ver álbumes de tiempos inmemoriales, aquellas fotos de ajeno estilo al contemporáneo siglo XXI. Fotografías sin poses, sin fin presuntuoso alguno, aquellas donde quedaban impresas las auras desgastadas en su actuar esporádico de cada persona. Imágenes de un bebé, fotografiado desnudo en una tina de agua caliente sobre la cama de los susodichos padres mientras se estrenan las manos y los pies para chapotear con sinsentido. Aquellas recopilaciones quedan en el navío errante que nunca tocó tierra firme, un sujeto con cara de pulpo que esperó por diez años el ver a su amada y esta no apareció en el muelle, el día y la hora acordada. Así es el desasosiego de un sujeto que escribió un amor, casi como un balazo mortal, pero con dolor infinito en el pecho, pues este sujeto no puede morir ya que cuida de las puertas del purgatorio.
Un pedazo de pastel, un vaso de gaseosa, un par de velas y las sonrisas pasivas de los parientes hacen que de forma individual se caiga dentro de la propia pupila. Una caída libre sin retorno alguno, casi resguarda el placer de caer al mar desde el West View en San Andrés Islas, pero allí no hay peces que miran sin asombro, ni cálidos rayos de sol que atraviesan el agua y hacen sentir placer. En aquella pupila se esconde el temor mezclado con amor. El tiempo se detiene cuando exhortan apagar el fuego de las velas haciendo uso de un soplo que no va solo, pues se toma de la mano con deseos utópicos que se acostumbran contemplar con un aire de plegaria.
Las arrugas de los patriarcas y matriarcas que llevaron estos elefantes por los desiertos más áridos en busca de agua son la legislación de la moral familiar, no hay que mirar atrás para ver el pasado. ¡Solo basta ver el tiempo en su piel, en mi piel! Las veces que quitaron mi miedo haciendo que me confrontara con él, un pollo de engorde volando directo a mí me enseñó lo bello del campo, el aire limpio y noches con el cielo roto donde se podía ver a Dios dibujando galaxias mientras él sabía que yo lo observaba y pedía que hiciera llover, pues hacía mucho calor y yo solo quería dar vueltas sobre mi propio eje frente al cantón con los brazos extendidos, ¿acaso las lágrimas son el aumento para ver microorganismos en el ojo?
Dos alcobas para cinco, un camarote para tres, el mayor en la cima y los dos últimos compartiendo un lugar acogedor, pues se encuentra más cerca del suelo. Los pies fríos de mi hermana sobre mi espalda, mi ira al despertar en un algodón húmedo por su frágil vejiga. Los pájaros dialogando sin que alguno supiese de qué hablan, un perico australiano monta una codorniz como yo montaba caballo en los sueños donde se era vaquero y jugaba a las luchas con mis juguetes de segunda mano, para mi eran héroes de guerra, cada uno con un poder particular y claro está, había un favorito. Las incógnitas que emanan sin premura, la rabia con el hombre de la casa por sus consumos de alcohol, pues no se sabría tan dulce efecto hasta que se experimentasen las decepciones de la vida sin causa alguna. Un sábado como cualquiera seria particular.
Los consejos del elefante más experimentado no caben en las grandes orejas del elefante nuevo, al parecer, su terquedad lo hundió en las redes de plomo de los cazadores furtivos. Desde entonces, caminan solo cuatro, todos agarrados de la cola del que va adelante. Ahora son dos alcobas para cuatro. Aunque el cuerpo no está, el solo abrir los ojos en esta realidad material es como si se viese un álbum y en él sus fotografías. Las huellas digitales en el interruptor, el aroma de una colonia a media noche que dura hasta las 3 de la mañana, la fotografía pegada al muro de aquel ser que nunca pensaste ver perecer, los acetatos de salsa que ahora son un tesoro acompañados de un cencerro. Usar la ropa de aquel que ya no la usa, aunque se luzca como un rapero noventero. Golpear un mármol frío y sentir la usencia, al regresar a casa y abrir el cerrojo, encontrar las paredes pintadas con sus manos que un día tuvieron movimiento, el rechinar de las Adidas contra la baldosa, la chamarra de jean que ayudó a consolidar mis propias aventuras promiscuas en las veladas con sujetas interesantes. Las lágrimas nunca fueron en vano, si bien nunca derramaron la copa, siempre estuvo a medio llenar, ¿por qué cuando la conciencia de alguien sale de su cerebro se coloca un vaso de agua en la mesa donde comió casi todas las noches?
Los años pasan y todo lo sólido se desvanece[1] en el aire. Los vecinos mueren consecutivamente, solo salgo a la terraza a regar las flores, el sujeto de enfrente me reprocha por no regalar una planta santa que alivie sus dolores de cáncer, los “amigos” que un día dieron la mano y soltaron ya no están, y sí están es como si no estuvieran. El arraigado abrazo a un libro del Quijote empolvado, la máxima fuerza impulsada por la mirada tenue de una matriarca que es más fuerte que el roble y el hormigón juntos, la señora de la tienda llamada Amelia pregunta: ¿dónde has estado? Y yo le digo: “estaba en México y las tortillas me han engordado”.
Sin duda alguna no hay que voltear el cuello cual búho para mirar el pasado, no hay que observar atrás para ver qué quedó allí varado. Solo basta experimentar que el tiempo y los aplausos paran por unos instantes antes de soplar el fuego y pedir que algo sea mejor mañana. No hay que ser un fuertecito derrumbado por una sensación grabada en la memoria del pasado para contemplar lo que un día fue, aquellos cimientos intangibles e imperceptibles donde se funda el ahora.  

Por: Sergio Esteban López Barbosa



[1] Libro de Marshall Berman

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