¿Cómo observar el pasado sin
mirar atrás?
El difícil mirar hacia atrás cuando sientes que algo vigila a cuestas de
las sombras, el fantasmal recuerdo de lo insano y lo bello respiran en la nuca.
Solo se tiene el alineamiento de mirar al frente y, no por ello, al futuro. La historiografía
como la forma en que se ha escrito la vida individual recobra sentido cuando se
examina, se colma de aseveradas lecciones de vida que el consejo de mamá no
bastó para detener el tiempo. Antes de que llegue el alba una acción conjuró
que se valorasen más las cosas que procuraron dolor y aquellas que sanaron con
una sonrisa, un plato de comida caliente, el calor de un padre frío, el miedo
al fracaso, la infancia bajo pulsiones animalescas no racionales y el vacío de
un alma cuando no llega a casa.
Como tiburones vamos todos hasta que un golpe intangible hace derramar
sangre por la nariz, algunos solo se esfuerzan por fumar y beber para, con
fortuna, desalojar los temores que los envuelven de 1 a 3 am. No tienen cuello,
para observar quien roza su hombro por detrás tienen que girar con todo su
cuerpo, pero al hacerlo el cuerpo que rozó el hombro también lo hizo y este
queda imperceptible, ¿acaso fuiste tú mismo y no te has percatado?
Admito que un método valioso pero fugaz es la práctica de ver álbumes de
tiempos inmemoriales, aquellas fotos de ajeno estilo al contemporáneo siglo XXI.
Fotografías sin poses, sin fin presuntuoso alguno, aquellas donde quedaban
impresas las auras desgastadas en su actuar esporádico de cada persona. Imágenes
de un bebé, fotografiado desnudo en una tina de agua caliente sobre la cama de
los susodichos padres mientras se estrenan las manos y los pies para chapotear
con sinsentido. Aquellas recopilaciones quedan en el navío errante que nunca
tocó tierra firme, un sujeto con cara de pulpo que esperó por diez años el ver
a su amada y esta no apareció en el muelle, el día y la hora acordada. Así es
el desasosiego de un sujeto que escribió un amor, casi como un balazo mortal,
pero con dolor infinito en el pecho, pues este sujeto no puede morir ya que
cuida de las puertas del purgatorio.
Un pedazo de pastel, un vaso de gaseosa, un par de velas y las sonrisas
pasivas de los parientes hacen que de forma individual se caiga dentro de la propia
pupila. Una caída libre sin retorno alguno, casi resguarda el placer de caer al
mar desde el West View en San Andrés Islas, pero allí no hay peces que miran
sin asombro, ni cálidos rayos de sol que atraviesan el agua y hacen sentir
placer. En aquella pupila se esconde el temor mezclado con amor. El tiempo se
detiene cuando exhortan apagar el fuego de las velas haciendo uso de un soplo que
no va solo, pues se toma de la mano con deseos utópicos que se acostumbran
contemplar con un aire de plegaria.
Las arrugas de los patriarcas y matriarcas que llevaron estos elefantes por
los desiertos más áridos en busca de agua son la legislación de la moral familiar,
no hay que mirar atrás para ver el pasado. ¡Solo basta ver el tiempo en su
piel, en mi piel! Las veces que quitaron mi miedo haciendo que me confrontara
con él, un pollo de engorde volando directo a mí me enseñó lo bello del campo,
el aire limpio y noches con el cielo roto donde se podía ver a Dios dibujando
galaxias mientras él sabía que yo lo observaba y pedía que hiciera llover, pues
hacía mucho calor y yo solo quería dar vueltas sobre mi propio eje frente al
cantón con los brazos extendidos, ¿acaso las lágrimas son el aumento para ver
microorganismos en el ojo?
Dos alcobas para cinco, un camarote para tres, el mayor en la cima y los
dos últimos compartiendo un lugar acogedor, pues se encuentra más cerca del
suelo. Los pies fríos de mi hermana sobre mi espalda, mi ira al despertar en un
algodón húmedo por su frágil vejiga. Los pájaros dialogando sin que alguno
supiese de qué hablan, un perico australiano monta una codorniz como yo montaba
caballo en los sueños donde se era vaquero y jugaba a las luchas con mis
juguetes de segunda mano, para mi eran héroes de guerra, cada uno con un poder
particular y claro está, había un favorito. Las incógnitas que emanan sin
premura, la rabia con el hombre de la casa por sus consumos de alcohol, pues no
se sabría tan dulce efecto hasta que se experimentasen las decepciones de la
vida sin causa alguna. Un sábado como cualquiera seria particular.
Los consejos del elefante más experimentado no caben en las grandes orejas
del elefante nuevo, al parecer, su terquedad lo hundió en las redes de plomo de
los cazadores furtivos. Desde entonces, caminan solo cuatro, todos agarrados de
la cola del que va adelante. Ahora son dos alcobas para cuatro. Aunque el
cuerpo no está, el solo abrir los ojos en esta realidad material es como si se
viese un álbum y en él sus fotografías. Las huellas digitales en el interruptor,
el aroma de una colonia a media noche que dura hasta las 3 de la mañana, la fotografía
pegada al muro de aquel ser que nunca pensaste ver perecer, los acetatos de
salsa que ahora son un tesoro acompañados de un cencerro. Usar la ropa de aquel
que ya no la usa, aunque se luzca como un rapero noventero. Golpear un mármol frío
y sentir la usencia, al regresar a casa y abrir el cerrojo, encontrar las
paredes pintadas con sus manos que un día tuvieron movimiento, el rechinar de
las Adidas contra la baldosa, la chamarra de jean que ayudó a consolidar mis
propias aventuras promiscuas en las veladas con sujetas interesantes. Las
lágrimas nunca fueron en vano, si bien nunca derramaron la copa, siempre estuvo
a medio llenar, ¿por qué cuando la conciencia de alguien sale de su cerebro se
coloca un vaso de agua en la mesa donde comió casi todas las noches?
Los años pasan y todo lo sólido se desvanece[1]
en el aire. Los vecinos mueren consecutivamente, solo salgo a la terraza a
regar las flores, el sujeto de enfrente me reprocha por no regalar una planta
santa que alivie sus dolores de cáncer, los “amigos” que un día dieron la mano y
soltaron ya no están, y sí están es como si no estuvieran. El arraigado abrazo
a un libro del Quijote empolvado, la máxima fuerza impulsada por la mirada
tenue de una matriarca que es más fuerte que el roble y el hormigón juntos, la
señora de la tienda llamada Amelia pregunta: ¿dónde has estado? Y yo le digo: “estaba
en México y las tortillas me han engordado”.
Sin duda alguna no hay
que voltear el cuello cual búho para mirar el pasado, no hay que observar atrás
para ver qué quedó allí varado. Solo basta experimentar que el tiempo y los
aplausos paran por unos instantes antes de soplar el fuego y pedir que algo sea
mejor mañana. No hay que ser un fuertecito derrumbado por una sensación grabada
en la memoria del pasado para contemplar lo que un día fue, aquellos cimientos
intangibles e imperceptibles donde se funda el ahora. Por: Sergio Esteban López Barbosa
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