martes, 23 de junio de 2020

Cronopropio: Vector




No en vano pensó: en un juego pasajero no podría ocurrir desgracia alguna. Había jugado tantas veces que ya conocía el sendero. Pensaba mientras sonreía, mientras se mecía, mientras sollozaba. Se movía de un lado al otro, de derecha a izquierda, arriba un hola y abajo un adiós. Se asomaba. Los días señalaban nuevos nombres, nuevas vidas, nuevas letras. Mientras presionaba con los dedos el marco se movía. Pensó, en un juego pasajero no podría ocurrir desgracia alguna, pero ya le había causado daño a más de un jugador y había sido dañada como jugadora. En las abandonadas noches de los viernes se lanzaba por el balcón, corría, atravesaba calles para volver a lo mismo. De nuevo estaba sentada meciéndose en la silla, con las pupilas dilatas, con la respiración agitada, con los dedos heridos. Y volvía a ir de un lado al otro, vacilaba, se recomponía y se comunicaba. Otro beso, otro adiós, otro golpe. Pero no te preocupes que la luna siempre sale —pensaba— sal a bailar, tírate por el balcón y atraviesa la calles, llega a algún lugar, transita otros mundos. Subía y bajaba, intentaba comunicarse, hablar con los otros, considerando no mecerse de nuevo en su silla, no porque iba a tiritar de frío, porque iba a estar sola, porque iba a ser escuchada por ella misma y nadie más. Regresaba a pisar el viejo suelo de madera. Se ponía de pie para darle la espalda a la ventana, a la luna, que escurría la misma baba púrpura de quien la observaba. Pero qué importaba, quería comunicarse, hablar con los que ya no estaban, aquellos que la habían provisto de un beso, de un adiós o de un golpe. Agonizaba. 

 ¿En un juego pasajero no podría ocurrir desgracia alguna? Ahora se interpelaba con el cielo negro de fondo, pensando que no había deseo más fuerte que el de gritar, porque lanzarse por el balcón ya no le servía, porque no había peor orgullo que el constante rechazo, ni peor vergüenza que la insistencia en sí misma, no había peor vanidad que creer que el vector señalaría el interlocutor correcto en el tablero. La peor mentira era creer que aún no estaban todas las cartas sobre la mesa, sobre la madera vieja que hacía ruido cuando la pisaban las botas, la misma madera que rechinaba mientras bailaba. Entonces el balcón quedaba en un piso más alto y arriba un hola y abajo un adiós. Había probado quemarse sin fuego, había llamado por otra vía, ni se quemaba ni le contestaban del otro lado. Mentía y se lamentaba por ello, mientras la luna esbozaba una delgada sonrisa, la ventana permanecía cerrada y afirmaba: en un juego pasajero puede ocurrir cualquier desgracia. 

 Sabes a lo que me refiero —hablaba en voz alta— y sabes qué preferir. No a mí, aflicción. No a mí, temor. No a mí, deseo. No a mí, pasión. No a mí, desobediencia. No a mí, desorden. No a mí, abandono. No a mí, vector. Y qué importa —alegaba— si igual coordino, sé dónde poner los pies, sé cómo atisbar la caída. Le obedeció sin motivo y sin retribución alguna, era un juego pasajero. Le obedecía, sí o no, a o z. Sí —se decía— le obedecí, pero le mentí y le hice creer que toda esta torre era una verdad. Creía que era verdad, sonido, baile, sonrisa, mareo, palabra e imagen, incluso llanto.

Se creyó verdad palpable, cuando era en realidad pura libido frustrada de un deseo insatisfecho. Esa sí era una verdad. Tirarse del balcón no tenía sentido, navegar en las luces y pedirle a la luna tampoco, si todas las ganas de escupir verdades, de responder a preguntas, de empaparse por fin de eso que no sabía qué era, de hacer partícipe y de hacer un llamado eran nulas. Si arriba un hola y abajo un adiós. Qué es mentira, qué es verdad, en un juego no podría ocurrir desgracia alguna.

-Estefany Quintero. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario