Andrés Felipe Puentes
Milo tiene su historia. Antes no le gustaba andar por ahí, a la vista de todas las personas que puedan cruzarse en su camino, pero se sabe que estaba. Y es que es muy chiquitico (eso sí, no microscópico). ¡Mide tan solo un centímetro! Era difícil lograr identificarlo sin fijarse en las pequeñas cosas que están a nuestro alrededor cuando deambulamos por la calle. Se aparecía en los momentos difíciles que puede vivir una persona para levantar su ánimo, para hacerle ver la vida de otra manera (esto último muy literal) sin hablar mucho de él y solo cuando era necesario. Cuentan que una vez se le apareció a dos chicos, cuando a uno de ellos su novia lo dejó por el rasta de su barrio. Ambos estaban en la habitación del chico cuando una especie de frijol de color verdoso con pies, brazos, boca, orejas y ojos se les apareció. Pidió un sorbo de cerveza, así que los jóvenes se lo dieron con ayuda de un gotero. De inmediato, su color pasó a gris. Les comentó que no le gustaban sus colores, pero que a pesar de esto poseía un poder increíble que más tarde les mostraría. Lo más importante para Milo era poder devolverle la felicidad a la gente, así fuese por un momento, pues eso también lo haría feliz a él. Les contó también que era un gran aficionado a la raza humana, a sus virtudes y sus vicios. Le parecía increíble la anatomía humana, el uso medido y desmedido de la razón, el estado de susceptibilidad cuando se dejaban llevar por sus sentimientos y la forma de sus orejas. Se sirvió otra gota de cerveza y, mientras volvía a su color verdoso, dijo que lo único que le faltaba a los humanos para ser perfectos era ser más un poco más cronopios, pero llegar a ser cronopio era difícil. Ellos eran astutos, obtenían lo que querían cuando y como querían, tenían la sagacidad que les faltaba a los humanos y no poseían la ingeniudad que a estos les sobraba. Ningún humano en el mundo podía engañar a un cronopio.
Más cerveza. Pidió luego a los chicos algo de música, algo de New Wave para poder bailar. Por donde pasaba dejaba un extraño aroma a vainilla que los chicos confundieron con panela. ¡Estos ya no sabían con quién estaban! El alcohol había hecho lo suyo. De inmediato, el pequeño cronopio se acercó al entusado, y le dijo que lo único que necesitaba para ser feliz era una caja de temperas y que se recogiera el cabello que le tapaba sus oídos. El muchacho hizo lo que Milo le pidió y este, sin mediar palabra, se metió por su oreja y, sabiendo de anatomía humana, llegó hasta el ojo izquierdo de quien era ahora su prisionero. Este reía, pues pensaba que el pequeñín le estaban haciendo cosquillas. Le hizo agarrar las temperas e hizo que el joven se pintara la cara. Cuando el otro muchacho vio a su amigo en esa especie de trance lo comprendió todo: El pequeño cronopio había siempre hablado con sinceridad. Dijo que haría feliz a su amigo y ahora este reía. Pero el invasor también era feliz ahora: disfrutó del vicio del beber, aprovechó de la condición de tristeza del ebrio para, por fin, y después de mucho tiempo, lograr cambiar sus colores y, por si fuera poco, completar al ser humano haciéndolo más cronopio. Pensó que había logrado su cometido y quiso mirarse en el espejo, pero cuando lo hizo cayó al suelo y se puso a llorar. ¡Ay, pero que tonto! Se vio reflejado tal y como era en su gris natural en el espacio del ojo izquierdo, mientras que su color verdoso ahora era el pigmento del ojo derecho del chico triste. Su prisionero era humano y este jamás podría ser cronopio... y así el cronopio mismo se engañó.
El resto de la historia se puede deducir. Milo salió del cuerpo de su prisionero y decidió huir. Hace poco lo vi caminando, con su color gris habitual. No sé con exactitud qué es lo que hace ahora, pero se ve feliz. Se ha convertido en un pasajero perpetuo de la vida, en un transeúnte con identidad a cuestas. No tiene en contra el hoy, el mañana, tal vez el ayer (por aquello que hizo). Sin embargo, su sola presencia ha servido para reafirmar ciertas cosas: quizás los humanos sí podamos llegar a ser como los cronopios, pero Milo ahora es él, sin depender de nadie, sin un punto ni un final.
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