El hoy es el
ayer del mañana.
Ayer he decidido que hoy iniciaré
el día como siempre quise: empezaré a las 22:00h y terminaré a las 6:00h. He
establecido por norma no tener normas en este día. Gracias a ello logré
comprender que es más difícil seguir las normas que hacer caso omiso a estas.
Son las 21:15h ̶ haciendo honor
a mi norma no he seguido el horario sentido estricto ̶ es el momento para tomar el desayuno. Preparo un agua panela, alisto unos panes, los
junto en un plato viejo, me quito la ropa y entro a la ducha. Para
mí es habitual tomar el desayuno en una acera cercana, pero hoy la situación
distinta, he trasladado mi ritual de ingesta a la bañera. Abro la regadera y
que inicie la ceremonia. No acostumbro a hacer dos cosas al tiempo, pero con la
premura de salir a observar el infierno, desayunar y ducharse a la vez no
implica mucho esfuerzo.
Son las 19:30h olvidé escribir lo
que me sucedió al abandonar el cuarto de baño. No fue mucho tampoco, resbalé
con un juguete antiguo y casi salgo volando por la ventana, pero no es algo de
que preocuparse, peor hubiera sido que mis panes se hubieran ido por la cañería.
¡Con el alto costo de los alimentos,
preferiría salir disparado por la ventana que dejar perder algún bocado!
Son las 14:28h estoy listo para
ingresar a trabajar. En efecto, aunque desayune mientras me bañe, y aunque
prefiera salir disparado por una ventana, tengo un empleo. Mi ocupación parece
superflua, pero no lo es en absoluto. Yo soy la persona que se para afuera de
los centros comerciales, con los zapatos y la ropa sucia, no me dedico a pedir
dinero a los transeúntes. De hecho, no hago nada en absoluto, solo me sitúo
allí a observar y escuchar como todos los que pasan por mi lado les comentan a
sus compañías lo afortunados que se sienten de no ser yo. No comprendo muy bien
sus palabras, pero de algo estoy convencido: si las personas de esta ciudad no
tuvieran alguien con quien compararse y sentirse aliviados, en definitiva, vivirían
un infierno. No tendrían nada más con qué compararse que con ellos mismos ¡qué
horror!
Alejandro Gómez Gómez
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