https://www.youtube.com/watch?v=mX2dheHca0o
Eran los años noventa, el merengue era de
los ritmos más escuchados y bailados y, por supuesto, canciones de este género
sonaban en todas las fiestas. Sería extraño decir que recuerdo algo de esos
primeros cinco años, a no ser por la rememoración de los momentos que me
revelan mis familiares y conocidos quienes en reuniones, fiestas y comidas me
cuentan que cuando era niña bailaba esta canción a más no poder, la pedía en
cada fiesta familiar y la bailaba orgullosamente frente a mis tías. A veces
creo que ese fue el inicio de mi gusto por la danza y por la fiesta, vengo de
una familia muy fiestera y alegre, esta canción tiene un significado para mí y
sé que mis familiares me recuerdan cuando la oyen, tan es así que aún quedan un
par de tíos paternales que no me llaman por mi nombre, sino que me apodaron “sua
sua” y así me dicen hasta el sol de hoy. Me causa curiosidad como ellos y el
resto de familiares o conocidos de aquella época me mencionan que aún se
acuerdan, en especial porque era una niña muy quieta y callada pero cuando
ponían la canción me ponía a bailar con cara de enojo, me movía más que
cualquier presente, según ellos. Lo cierto es que el rumor ha estado presente
en mis primeros cinco años y aún más, incluso mis hermanas menores bromean de
vez en cuando con esa canción o me llaman “sua sua”.
Pero más allá de la anécdota hay un
momento especial, en medio de las risas y los aplausos que rememoro en esta
canción, sé que la bailaba casi siempre con mis abuelos, quienes fallecieron. No
sé qué pensaba esa pequeña niña, pero algo me hace creer que esta canción me
gustaba no solo por su ritmo, sino porque mis abuelos la oían y bailaban
felices conmigo, me cargaban y me consentían. La canción siempre va a estar y la
danza se las agradezco, pero lo que permanece es el abrazo.
Segundo quinquenio: Colegio Alejandro Obregón.
El lugar de la foto aún me trae muchos recuerdos, ese parque antes era apenas un rodadero de lata, una arenera y dos columpios. El año pasado tuve la oportunidad de volver a pisar ese lugar, la parte trasera de lo que fue mi colegio. Lo visité para conmemorar el fallecimiento a uno de mis profesores, lo visité con mi mejor amigo y reímos mientras recordábamos.Allí estuve durante la etapa de mi educación primaria y parte de la secundaria. En este lugar viví muchas de mis etapas no sólo aprendí a escribir y leer, también supe que tenía que enfrentarme a situaciones incomprensibles a mi corta edad, mientras crecía comprendía más, pero sé que fue una infancia difícil. Tuve profesores que estuvieron al tanto de mis problemas, fui atendida por psicólogos varias veces y tuve conductas violentas durante varios años de ese quinquenio. Pero con los años este lugar terminó por tomar la forma de hogar, pasaba gran parte del tiempo allí, durante ese período tuve solo un amigo: Daniel. Él era un niño tímido al que todos molestaban por estar gordo, yo era la niña que lo defendía y a partir de ello se forjó un vínculo, su mamá me adoraba, los profesores también. Aunque peleara con los otros niños, creo que eran conscientes de que si yo no lo defendía lo iban a molestar. Él fue el único amigo que tuve en mi infancia. Él, su mamá, los profesores, la psicóloga y mis tías me ayudaron a comprender mi enojo y a lidiar con una infancia llena de carencias, yo lo defendía de quienes lo molestaban y el de los malos momentos que estuviera pasando.
Con los años
aprendí a hacer amigos, la ayuda que tuve durante estos años hizo de la niña
ruda una persona carismática, noble y servicial que ganaba diplomas de honor y
felicitaciones por parte de sus docentes. Aprendí a atarme las agujetas, a no
llorar cuando me raspaba las rodillas. Cuando volví a pisar ese lugar pude
sentir la fragilidad de una niña en el lazo de una amistad, mi nostalgia me
hizo ver a mi compañero como el niño que alguna vez fue, solo pude esbozarle un
modesto ‘gracias’.
Pensé mucho
qué objeto había sido significativo para mí durante este quinquenio, no porque
se me dificultará elegir alguno sino porque hasta hoy creía que no existía, sin
embargo, examinando más a fondo pensé en las clásicas “maquinitas”, que a su
vez fueron varias, desde las maquinitas en las tiendas hasta un gameboy. Cuando
salía a la calle por algún mandado me quedaba gran parte del tiempo jugando.
Las maquinitas develaron mi relación con el ocio, este objeto representaba,
además del ocio, mi intención de evadir lo que ocurriera a mi alrededor, pues
cada vez que tenía un problema, un mal rato o simplemente no me sentía bien
acudía a ello, con el ánimo de distraerme un poco, sin percatarme desde luego
del tiempo que perdía. No quiero decir que fui una adicta al juego, ni mucho
menos, afortunadamente mi mamá me ponía un límite y si quería simplemente lo
dejaba. Solo nunca fui una persona que se preocupará por adquirir un objeto y
mucho menos darle importancia, ahora me sorprende lo mucho que permanecí con
esto.
Las maquinitas fueron significativas para mí porque estuvieron para enfrentarme a mi problemático vínculo con el ocio, que hasta hoy lamentablemente permanece, ya no en juegos ni en maquinitas pero sí en otros medios que acatan mi atención y me desvían en ocasiones de mis prioridades. Aún así, fue divertido. Y aunque puede parecer contradictorio, de ese ocio aprendí de responsabilidad. Aprendí a ahorrar para tener monedas suficientes para jugar y luego, ahorré una parte para mi primer gameboy, posteriormente para un tamaguchi que murió, como mis ganas de solamente jugar en la vida.
Cuarto quinquenio: Lina.
Ella y yo éramos
primas, es una excepción pues es una de las pocas personas con las que me habló
de mi familia paterna y es la única con la que mantengo permanente
comunicación, por muy lejos que esté. Compartimos parte de nuestra infancia,
mis padres intervinieron en su crianza y según dicen fuimos muy unidas por ese
entonces, sin embargo, luego de que yo me mudará a otro barrio perdimos
comunicación, además por decisión de mi mamá y mis tías me alejé de esa parte de
mi familia. Fue en la adolescencia donde nos reencontramos, éramos y somos
polos totalmente opuestos, los primeros ápices de nuestra relación eran
superficiales, si acaso un escueto saludo y ya, después de mucho tiempo supe
que yo le caía tan mal como ella a mí. Luego de unos meses empecé a vivir a una
cuadra de su casa, por ese entonces estábamos cursando nuestro bachillerato,
tenemos la misma edad, así que estábamos en el mismo grado. En mi casa
contábamos con internet intermitente, de manera que mi mamá se tomó el
atrevimiento de preguntar en casa de mi abuela, que era donde ella vivía, que
si yo podía ir cada que necesitará realizar una tarea. Y así fue, empecé a ir
para realizar mis trabajos sin ningún inconveniente, mientras pasaban los días
ella y yo nos íbamos acercando, ella hacía mis tareas de física y yo sus tareas
de español. No recuerdo muy bien qué hizo que nos acercáramos, pero sé que algo
tuvo que ver el humor, no solo los deberes. Nuestra comunicación crecía a tal
punto que ya pasaba más tiempo en su casa que en la mía y cuando yo no iba ella
venía a mi casa con cualquier excusa para acompañarme y hablar. Nos volvimos
confidentes y un apoyo mutuo, eso creó un lazo fuerte que hasta el día de hoy
no se rompe. La foto que precede este texto fue tomada en una de esas visitas,
yo iba con la excusa de ir a realizar mis trabajos, pero lo cierto es que iba a
que intercambiaremos nuestras tareas y a pasar un tiempo juntas. No puedo
llamarla ni prima ni amiga, porque ambas, más que nadie, sabemos que somos
hermanas.
Podré
mudarme de barrio y ella de país, pero siempre retornamos, si yo no voy ella
viene. La gratitud solo se acrecienta con los años, tenemos un lazo tan fuerte
que ni la distancia, ni los problemas, ni las diferencias pueden romper. Podría
relatar el enorme aprecio que le tengo, pero eso no basta, por el momento diré
que es muy, muy importante. Le agradezco por hacerme tía, o como ella dice:
segunda madre, por prestarme su hombro, por poner la cara por mí cuando yo no
podía, por decirme cuando estaba haciendo algo mal, por bailar y cantar
conmigo, por permanecer, pero sobre todo por seguir enseñándome que en la
sensibilidad hay mucha fortaleza.
Quinto quinquenio: Anhedonia.
Eran días
convulsos, días que pasaban uno tras otro sin ninguna relevancia entre sí. Había
martes de resaca y viernes de somnolencia, cada movimiento que ejercía era casi
automático, todo se limitaba a una simple reacción. Sentía que cada intento era
en vano, cuando creía por fin tener algo en mis manos se diluía y derramaba, cuando
observaba el abismo quería atravesarlo, pero una parte de mi sabia que si daba
un salto caería en él, prefería no moverme. En mi deseo por hacer algo lo
empeoré todo. El acontecimiento no tiene nombre, ni siquiera fecha, pero se
sitúa en este quinquenio. Pasaba por días complicados, de repente cada ladrillo
del edificio que sostenía mi existencia iba derrumbándose, ahora pongo uno
sobre otro pacientemente, a sabiendas de que pueden caerse en cualquier momento.
Sigo de pie, de frente al abismo.
Epitafio: Todo expira.
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