domingo, 19 de julio de 2020

Autobiografía ficcionalizada de Wendy P. Rodríguez

Autobiografía ficcionalizada de Wendy P. Rodríguez

Autora: Wendy P. Rodríguez S.


1.      Canción (5 años): “Hakuna Matata”


Parece soberbia la pretensión de madurez con la que el humano cree llegar a comprender la complejidad de su vida, el entendimiento que se tiene respecto a los problemas son el cumulo de experiencias que le permiten abordarse de nuevo y de otras formas en su supervivencia; por ello, Hakuna Matata sobrepasa toda preocupación y se centra en la vivencia como tal. Hakuna Matata traduce del suajili: “ningún problema”, dejando entrever el Carpe Diem del provechoso presente –el regalo innocuo de la existencia–.

Hakuna Matata eterniza la experiencia humana a la simplicidad del vivir pues los problemas se reducen a cortos momentos en las facetas de la vida, sin contrastarse como el pensamiento lo procura; vivir es trascender en cada experiencia, superarse en su propia existencia. Por esto, Hakuna Matata es sólo una forma de ser; refiere a la conciencia del momento presente en el que la felicidad se posibilita a partir de la vivencia misma de estar en él.

Hakuna Matata puede ser el instante en el que los niños aprenden a rugir, juegan entre sí como cualquier cachorro animal y en su memoria se talla el significado de la vida sin problemas, la vida feliz que une en amistad, que recoge sonrisas, que sabe sin esquemas que ese presente es el Locus Amoenus que se construye para sí, para un por siempre.

Haber vivido en Hakuna Matata una vez, nos quiso en la grata sencillez natural perpetuamente; la llaneza de no ser niños sino cachorros sin futuro es un trago de alegría que hace más cercana la inmortalidad de la certeza de haberlo tenido todo como un logro sin factura.


2.      Lugar (6 – 10 años): La casa de los abuelos

A pesar de no frecuentar la casa de mis abuelos, la tradición y las costumbres llegaron a mí; en las reuniones de Navidad socializábamos como familia alrededor de cincuenta personas, hasta cuatro generaciones por todo el lugar. Sólo los hijos de los abuelos se sentaban en la sala de cómodos y grandes sillones Luis XVI  tapizados en verde, parecían perfectos para escuchar boleros y tangos clásicos; mientras que las señoras y muchachas en las habitaciones acomodaban todo para la comida de medianoche. Los niños en el piso de invasión se escondían para contar historias entre las incontables porcelanas y muñecas francesas que se acumulaban en la oscuridad; entre el huerto y el jardín, los más grandes compartían romances con los seminaristas, monjas en preparación y otros jóvenes visitantes. Y mi abuela con mis tías en la cocina al pendiente del menú y la vajilla, por momentos íbamos para robar postres y tantear la llegada de los invitados.

Valiente quien apagara las velas de los Santos del cuarto para rezar en medio de una familia católica por convicción, el reto estaba en no ser visto por la abuela o correr más pronto que ella; aunque se le temía más a los ángeles de los cuadros del corredor pues nos perseguían con sus miradas acusadoras. A son de capilla, el cuartillo se invadía de grandes figuras de Santos a los que no podíamos mirar a los ojos; en la casa, los cuadros religiosos decoraban las paredes y la madera de la ornamentación nos llevaba al gusto de un pasado romántico.

Nunca me bauticé, no crecí en la fe cristiana; pero la casa de mis abuelos era la iglesia para rechinar la suela de mis zapatos de charol al iniciar el trote del escondite. Aunque, la razón para estar allí no era Navidad sino un amanecer en Zipaquirá, el tren de la Sabana pasaría a las seis de la mañana y era mejor estar listos para ello; el abuelo siempre en traje madrugaría a su rutina de afeitar con navaja y escobilla para subir a lustrar sus zapatos negros, todos en la ventana contemplaríamos el carril del tren frente a la casa como la alfombra del paso real de un hermoso juguete.

Desayunar en Zipaquirá era un deleite a favor de los frutos frescos traídos de la plaza o del huerto y la leche, el pollo y la carne de las fincas; en Bogotá no tendría el gusto de despertar con el golpe del sol en la ventana acompañado por el canto de los pájaros y el aroma de las flores que el rocío de la niebla dejó. En las tardes, correr por los potreros de Barandillas en el rumbo de las mariposas y tomar chocolate caliente al anochecer en sillas tapizadas de lana competía con la changua con calostros del desayuno de un nuevo día.

3.      Objeto: Guitarra (11 – 15 años)


En esos tiempos, acceder a la música tenía mucha dificultad pues no tenía dinero para comprar cassettes; entonces, debía escuchar lo que mi papá guardaba en su colección. Entre sus long plays se encontraba uno que me encantaba colocar en la noche después de hacer mis quehaceres, su caratula mostraba una pareja con trajes victorianos en un amplio jardín; se trataba de un compilado de vals de salón de Werner, Muller y Strauss, mi favorito.

Como mi padre vio que mi hermana y yo nos interesamos por este tipo de música, decidió inscribirnos en la escuela musical más cercana; el único tutor era un guitarrista empírico que se había cotizado por tocar con gitanos españoles en los viajes que realizaba junto a su mujer, quien era artista plástica. Mi hermana y yo estudiamos guitarra con música colombiana pero como no nos gustaba, nos retiramos; así que, ella se inclinó por aprender piano con minuetos y yo continué con la guitarra por mi cuenta, intentando sacar clásicos del rock de los sesentas a oído. Por ello, mi papá me regaló el LP de Los Speaker´s. a escondidas de mi mamá pues sobresalía la firma de una dedicatoria de una noviecilla de juventud.

En el colegio pude participar como guitarrista rítmica en una banda de rock en español hasta que el profesor que nos motivaba se trasladó. Luego, llegó un docente que me forzaba a manejar estrictamente todo lo que correspondía a teoría musical y para facilitar mi nota opte por la organeta, pero notó mi desinterés; entonces, le ofrecí dejar de presentar partituras por decorar los soportes de los instrumentos del salón con su pirógrafo.

Siempre cargaba mi guitarra en el colegio para ensayar en los descansos con mis compañeros algunas canciones de grunge, era la única chica en el grupo y eso me permitía cantar. Pocos en el colegio se interesaban por la música y la asignatura desapareció del currículo; a pesar de ello, pasaba mucho tiempo con mi guitarra, tuve que aprender a apagar las notas para poder ensayar en las noches y aprender a cambiar sus cuerdas pues no eran muy populares las tiendas de instrumentos, incluso, llegue a improvisarlas con nylon.

Para mis quince rechace toda propuesta de festividad y pedí una guitarra eléctrica porque me gustaba tocar en quintas, ya estaba ansiosa porque había empezado a escuchar Heavy metal y Hard rock; sólo me interesaba poder llegar al sonido de Helloween.


4.      Persona importante (16 – 20 años): Wilmer


Me gradué del colegio con poca popularidad y sin nada de amigos, pero mi hermana había conservado de allí una amistad con un muchacho llamado Daniel Guío, quien cantaba Heavy metal de una forma muy natural e impresionante; así, con ellos pasaba buena parte de mi tiempo. Ella quería tocar el bajo que pidió para sus quince años y juntos estaban montando un proyecto de banda; entonces, me llevaron a una pequeña de tienda de rock para comprar música en el nuevo formato CD Rom.

La tienda era atendida por un guitarrista empírico: Wilmer, hasta el día de hoy siento mucha admiración por su talento. Pasamos la tarde escuchando álbumes completos; lo que fue muy importante porque para poder guardar una canción debíamos grabar de la emisora, esperando que no pasaran cortinas comerciales o cortes del locutor. Antes, en compañía de mi padre compraba la música en el centro de la ciudad; era todo un viaje que copaba mucho tiempo pues las vías no eran favorables, la distancia era larga sin importar un a dónde, era larga a donde fuera.

Wilmer y yo tocábamos juntos, íbamos a bares sin pedir una sola gota de alcohol porque sólo queríamos ver los videos de aquellas canciones que tan sólo conocíamos en audio; Wilmer reunía a casi veinte jóvenes que en el barrio se habían interesado por la música, los reunía a ensayar en el parque y todos cantábamos hasta el amanecer porque queríamos ser mejores en ello.

Poco a poco todo fue cambiando; la música fue quedando atrás. Muchos de nosotros dejamos nuestras casas y adquirimos responsabilidades, el barrio pasó por los toques de queda de las Águilas Negras y ya no era tan fácil reunirse a tocar; así, se pasó del parque a los ensayaderos. A medida que crecíamos el ambiente se ennegreció por las drogas y el alcohol, algunos se suicidaron y otros terminaron en las calles. Wilmer se fue a Soacha y se instaló con una ferretería, ya no asisto a ningún evento pero, a veces, en las redes sociales le veo tocar desde su casa; en el fondo, prefiero disfrutar de la música en mis adentros pues el recuerdo de tantas muertes y tragedias no nos dejan volver atrás, lo sé.

5.      Acontecimiento de la vida reciente: Re encuentro

El mundo en su convulsión devora, de pronto, lo que fuimos, lo que somos. En la nube de la mascarada realidad nos distanciamos de sí para encontrarnos en el reflejo monstruoso de nuestra remendada identidad; parte por parte unida, añadida, apropiada. Somos un todo vomitivo que se engrandece de su nauseabunda treatralidad, acomodados en la somnolienta y tranquila sociedad que nos promete desarrollo.

Llegando a la muerte, casi que esperando, vemos pasar las cifras de los cuerpos sin aliento que nos advierten finitud; pero ciegos ya por el destello de la tierra prometida no vemos la vida que se apaga en el afán del mañana.

Huimos de la compañía y tememos a la cercanía para caer tan bajo como lo permita nuestra vanidad pues no hay límites en la normal monstruosidad. Y de frente, en la penumbra de un nuevo día, el tiempo se hace un presente; presente para el corazón.

 6.      Epitafio 

  

HAMLET (1599/1601) 
Acto III. Escena IV 

Hamlet.- Ser o no ser: todo el problema es ése.
 ¿Qué es más noble al espíritu: sufrir golpes y dardos de la airada suerte, o tomar armas contra un mar de angustias y darles fin a todas combatiéndolas? 
Morir..., dormir; no más y con un sueño saber que dimos fin a las congojas, y a los mil sobresaltos naturales que componen la herencia de la carne, consumación es ésta que con ruegos se puede desear. 
Morir, dormir, ¡Dormir! ¡Tal vez soñar! ¡He ahí el obstáculo! 
Porque el pensar en qué sueños podrían llegar en ese sueño de la muerte, cuando ya nos hayamos desprendido de este estorbo mortal de nuestro cuerpo, nos ha de contener. 
Ese respeto larga existencia presta al infortunio. pero ¿quién soportará los azotes, los escarnios del mundo, la injusticia del opresor, la afrenta del soberbio, del amor desairado las angustias, las duras dilaciones de las leyes, la insolencia del cargo y los desprecios que el pacienzudo mérito recibe del hombre indigno, cuando por sí solo podría procurarse su descanso con un simple estilete?
 ¿Quién querría, llevar cargas, gemir y trasudar bajo una vida por demás tediosa, sin el temor de algo tras la muerte (esa ignota región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno) que nuestra voluntad deja perpleja y antes nos hace soportar los males que ya tenemos, que volar a otros que nos son, en verdad, desconocidos? 
Así, de todos hace la conciencia unos cobardes, y el matiz primero de la resolución, así desmaya bajo el pálido tinte de la idea; y las empresas de vigor y empeño, por esta sola consideración tuercen el curso inopinadamente y dejan de tener nombre de acción.

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