Autobiografía ficcionalizada de Wendy P. Rodríguez
Autora: Wendy P. Rodríguez S.
1.
Canción (5 años): “Hakuna Matata”
Parece soberbia la pretensión de madurez con
la que el humano cree llegar a comprender la complejidad de su vida, el
entendimiento que se tiene respecto a los problemas son el cumulo de
experiencias que le permiten abordarse de nuevo y de otras formas en su
supervivencia; por ello, Hakuna Matata sobrepasa toda preocupación y se centra
en la vivencia como tal. Hakuna Matata traduce del suajili: “ningún problema”,
dejando entrever el Carpe Diem del provechoso presente –el regalo innocuo de la
existencia–.
Hakuna Matata eterniza la experiencia humana a
la simplicidad del vivir pues los problemas se reducen a cortos momentos en las
facetas de la vida, sin contrastarse como el pensamiento lo procura; vivir es
trascender en cada experiencia, superarse en su propia existencia. Por esto,
Hakuna Matata es sólo una forma de ser; refiere a la conciencia del momento
presente en el que la felicidad se posibilita a partir de la vivencia misma de
estar en él.
Hakuna Matata puede ser el instante en el que
los niños aprenden a rugir, juegan entre sí como cualquier cachorro animal y en
su memoria se talla el significado de la vida sin problemas, la vida feliz que
une en amistad, que recoge sonrisas, que sabe sin esquemas que ese presente es
el Locus
Amoenus que se construye para sí, para un por siempre.
Haber vivido en Hakuna Matata una vez, nos
quiso en la grata sencillez natural perpetuamente; la llaneza de no ser niños
sino cachorros sin futuro es un trago de alegría que hace más cercana la
inmortalidad de la certeza de haberlo tenido todo como un logro sin factura.
2.
Lugar (6 – 10 años): La casa de los abuelos
A pesar de no frecuentar la casa de mis
abuelos, la tradición y las costumbres llegaron a mí; en las reuniones de
Navidad socializábamos como familia alrededor de cincuenta personas, hasta
cuatro generaciones por todo el lugar. Sólo los hijos de los abuelos se
sentaban en la sala de cómodos y grandes sillones Luis XVI tapizados en verde, parecían perfectos para
escuchar boleros y tangos clásicos; mientras que las señoras y muchachas en las
habitaciones acomodaban todo para la comida de medianoche. Los niños en el piso
de invasión se escondían para contar historias entre las incontables porcelanas
y muñecas francesas que se acumulaban en la oscuridad; entre el huerto y el
jardín, los más grandes compartían romances con los seminaristas, monjas en
preparación y otros jóvenes visitantes. Y mi abuela con mis tías en la cocina
al pendiente del menú y la vajilla, por momentos íbamos para robar postres y tantear
la llegada de los invitados.
Valiente quien apagara las velas de los
Santos del cuarto para rezar en medio de una familia católica por convicción,
el reto estaba en no ser visto por la abuela o correr más pronto que ella;
aunque se le temía más a los ángeles de los cuadros del corredor pues nos
perseguían con sus miradas acusadoras. A son de capilla, el cuartillo se
invadía de grandes figuras de Santos a los que no podíamos mirar a los ojos; en
la casa, los cuadros religiosos decoraban las paredes y la madera de la
ornamentación nos llevaba al gusto de un pasado romántico.
Nunca me bauticé, no crecí en la fe
cristiana; pero la casa de mis abuelos era la iglesia para rechinar la suela de
mis zapatos de charol al iniciar el trote del escondite. Aunque, la razón para
estar allí no era Navidad sino un amanecer en Zipaquirá, el tren de la Sabana
pasaría a las seis de la mañana y era mejor estar listos para ello; el abuelo
siempre en traje madrugaría a su rutina de afeitar con navaja y escobilla para
subir a lustrar sus zapatos negros, todos en la ventana contemplaríamos el
carril del tren frente a la casa como la alfombra del paso real de un hermoso
juguete.
Desayunar en Zipaquirá era un deleite a
favor de los frutos frescos traídos de la plaza o del huerto y la leche, el
pollo y la carne de las fincas; en Bogotá no tendría el gusto de despertar con
el golpe del sol en la ventana acompañado por el canto de los pájaros y el
aroma de las flores que el rocío de la niebla dejó. En las tardes, correr por
los potreros de Barandillas en el rumbo de las mariposas y tomar chocolate
caliente al anochecer en sillas tapizadas de lana competía con la changua con
calostros del desayuno de un nuevo día.
3.
Objeto: Guitarra (11 – 15 años)
En esos tiempos, acceder a la música tenía
mucha dificultad pues no tenía dinero para comprar cassettes; entonces, debía
escuchar lo que mi papá guardaba en su colección. Entre sus long plays se encontraba
uno que me encantaba colocar en la noche después de hacer mis quehaceres, su
caratula mostraba una pareja con trajes victorianos en un amplio jardín; se
trataba de un compilado de vals de salón de Werner, Muller y Strauss, mi
favorito.
Como mi padre vio que mi hermana y yo nos
interesamos por este tipo de música, decidió inscribirnos en la escuela musical
más cercana; el único tutor era un guitarrista empírico que se había cotizado
por tocar con gitanos españoles en los viajes que realizaba junto a su mujer,
quien era artista plástica. Mi hermana y yo estudiamos guitarra con música
colombiana pero como no nos gustaba, nos retiramos; así que, ella se inclinó
por aprender piano con minuetos y yo continué con la guitarra por mi cuenta,
intentando sacar clásicos del rock de los sesentas a oído. Por ello, mi papá me
regaló el LP de Los Speaker´s. a escondidas de mi mamá pues sobresalía la firma
de una dedicatoria de una noviecilla de juventud.
En el colegio pude participar como
guitarrista rítmica en una banda de rock en español hasta que el profesor que
nos motivaba se trasladó. Luego, llegó un docente que me forzaba a manejar
estrictamente todo lo que correspondía a teoría musical y para facilitar mi
nota opte por la organeta, pero notó mi desinterés; entonces, le ofrecí dejar
de presentar partituras por decorar los soportes de los instrumentos del salón
con su pirógrafo.
Siempre cargaba mi guitarra en el colegio
para ensayar en los descansos con mis compañeros algunas canciones de grunge,
era la única chica en el grupo y eso me permitía cantar. Pocos en el colegio se
interesaban por la música y la asignatura desapareció del currículo; a pesar de
ello, pasaba mucho tiempo con mi guitarra, tuve que aprender a apagar las notas
para poder ensayar en las noches y aprender a cambiar sus cuerdas pues no eran
muy populares las tiendas de instrumentos, incluso, llegue a improvisarlas con
nylon.
Para mis quince rechace toda propuesta de
festividad y pedí una guitarra eléctrica porque me gustaba tocar en quintas, ya
estaba ansiosa porque había empezado a escuchar Heavy metal y Hard rock; sólo
me interesaba poder llegar al sonido de Helloween.
4.
Persona importante (16 – 20 años): Wilmer
Me gradué del colegio con poca popularidad
y sin nada de amigos, pero mi hermana había conservado de allí una amistad con
un muchacho llamado Daniel Guío, quien cantaba Heavy metal de una forma muy
natural e impresionante; así, con ellos pasaba buena parte de mi tiempo. Ella
quería tocar el bajo que pidió para sus quince años y juntos estaban montando
un proyecto de banda; entonces, me llevaron a una pequeña de tienda de rock
para comprar música en el nuevo formato CD Rom.
La tienda era atendida por un guitarrista
empírico: Wilmer, hasta el día de hoy siento mucha admiración por su talento.
Pasamos la tarde escuchando álbumes completos; lo que fue muy importante porque
para poder guardar una canción debíamos grabar de la emisora, esperando que no
pasaran cortinas comerciales o cortes del locutor. Antes, en compañía de mi
padre compraba la música en el centro de la ciudad; era todo un viaje que
copaba mucho tiempo pues las vías no eran favorables, la distancia era larga
sin importar un a dónde, era larga a donde fuera.
Wilmer y yo tocábamos juntos, íbamos a
bares sin pedir una sola gota de alcohol porque sólo queríamos ver los videos
de aquellas canciones que tan sólo conocíamos en audio; Wilmer reunía a casi
veinte jóvenes que en el barrio se habían interesado por la música, los reunía
a ensayar en el parque y todos cantábamos hasta el amanecer porque queríamos
ser mejores en ello.
Poco a poco todo fue cambiando; la música
fue quedando atrás. Muchos de nosotros dejamos nuestras casas y adquirimos
responsabilidades, el barrio pasó por los toques de queda de las Águilas Negras
y ya no era tan fácil reunirse a tocar; así, se pasó del parque a los
ensayaderos. A medida que crecíamos el ambiente se ennegreció por las drogas y
el alcohol, algunos se suicidaron y otros terminaron en las calles. Wilmer se
fue a Soacha y se instaló con una ferretería, ya no asisto a ningún evento
pero, a veces, en las redes sociales le veo tocar desde su casa; en el fondo,
prefiero disfrutar de la música en mis adentros pues el recuerdo de tantas
muertes y tragedias no nos dejan volver atrás, lo sé.
5.
Acontecimiento de la vida reciente: Re encuentro
El mundo en su convulsión devora, de
pronto, lo que fuimos, lo que somos. En la nube de la mascarada realidad nos
distanciamos de sí para encontrarnos en el reflejo monstruoso de nuestra
remendada identidad; parte por parte unida, añadida, apropiada. Somos un todo
vomitivo que se engrandece de su nauseabunda treatralidad, acomodados en la somnolienta
y tranquila sociedad que nos promete desarrollo.
Llegando a la muerte, casi que esperando,
vemos pasar las cifras de los cuerpos sin aliento que nos advierten finitud;
pero ciegos ya por el destello de la tierra prometida no vemos la vida que se
apaga en el afán del mañana.
Huimos de la compañía y tememos a la
cercanía para caer tan bajo como lo permita nuestra vanidad pues no hay límites
en la normal monstruosidad. Y de frente, en la penumbra de un nuevo día, el
tiempo se hace un presente; presente para el corazón.
6. Epitafio
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