sábado, 18 de julio de 2020

Autobiografía ficcionalizada de Alejandra Hernández Novoa

Alejandra Hernández Novoa.




Primer quinquenio: Fast Car.



Desde que recuerdo, mis papás -en especial mi papá- ponen música cada que cocinan, limpian o comen. Aún después de tantos años, en mi casa es casi que una tradición poner música los fines de semana mientras se prepara el desayuno. Se quita para escuchar las noticias en la radio, y después del medio día se vuelve a colocar la música. Mi papá, siempre, ha tenido la maña de dedicarle los sábados (bien temprano) a la música clásica, especialmente a unas cuantas composiciones de Bach y Chopan. Después se pasa a los clásicos del rock de los años 60's a los 80's , en la tarde le gusta rematar con música protesta mientras a mis hermanas y a mi nos cuenta las historias suyas y de la familia -roja- que tuvo que salir exiliada del país por conflictos con el ejército, y  en la noche con la salsa (la que él llama "la buena salsa") y el Son Cubano. Aunque en un día nuestro reproductor de cassettes -porque toda la música que escuchamos en la casa es la que mi papá grababa de la radio en sus cassettes- pase por toda una gama (o una historia) de música, siempre, sin excepción, tiene que poner esta canción. Fast Car suena en mi casa cada semana, al menos dos o tres veces, desde siempre (quizá incluso antes de que yo naciera). Contrario a lo que suele suceder cuando una escucha repetidamente una canción, a saber, que se cansa de ella, a mi me gusta cada vez más y más. Antes no le encontraba el sentido a que mi papá la pusiera tantas veces, y aún él no me dice su razón. Sin embargo, y quizá siendo muy atrevida, puedo suponer que él siente esa canción en niveles mucho más altos que cualquiera de la familia. Siempre que la escucho, me acuerdo de los fines de semana en los que él me despertaba con la música a tope y con el desayuno listo. Era muy pequeña, pero el sentimiento que me evoca es de tranquilidad, justamente la que me hace falta ahora. 


Segundo quinquenio: lugar(es). 




Tengo dos lugares predilectos en esta etapa de mi vida: Villavicencio (y en general los Llanos orientales) y el humedal La Conejera. El primer lugar es porque de ahí es mi familia paterna, por lo que prácticamente crecí y me crié entre Bogotá y Villavo. Desde que nací, hasta aproximadamente los 18 años, iba cada mes o cada dos meses. Mis primeros recuerdos de infancia son en el llano, en las piscinas, en los ríos y en las fincas. Sin embargo, fue en esas fincas y casas de la familia en donde pasé por episodios de abuso por parte de un familiar desde los 7 hasta los 11 años. Esa fue una etapa que ahora a mis 21 años me tiene en terapia psicológica. Por ello, por los buenos y horribles recuerdos, los llanos orientales me marcaron mi crecimiento como persona, como niña y como mujer. 

El segundo lugar es el humedal la Conejera. Mi primer contacto con él fue al año o dos años de edad, cuando sembré mi primer árbol con las cenizas de mis aguelos maternos (cuando el humedal era un tiradero de escombros). Después, por mi mamá, casi que a los 10 años volví, pero en calidad de visitante. El humedal se estaba recuperando y mi mamá estaba empezando sus procesos de educación ambiental en la localidad, por lo que íbamos recurrentemente. Sin saberlo, el humedal y mi mamá me estaban forjando un interés por la biología y por lo ambiental que hoy se refleja en mis intereses académicos y pedagógicos al rededor de la enseñanza de la filosofía de la naturaleza (como se puede ver en la primera imagen que coloqué). Además, siendo muy niña, no sabía que estaba colocando mis pies sobre el aula ambiental que vería nacer todos mis proyectos de educación ambiental y filosófica que llevo creando desde hace casi 4 años. 


Tercer quinquenio: un objeto que no quiero recordar.



Por ahí dicen que los primeros hijos siempre se llevan la peor parte. Si hablamos de genética, puedo decir que soy la prueba viviente. Contrario a mis dos hermanas menores, mi sistema inmunológico, mis defensas, mi cuerpo en general, es bastante débil. Cuando tenía entre 14 y 15 años tuve la peor crisis de salud que he tenido en mi vida. Lo que más me duele es la razón por la que llegué hasta ahí. A los 12 años conocí a un chico (dos años mayor que yo) en mi barrio y, para mi sorpresa, nos hicimos mejores amigos en poco tiempo. Él tenía sus problemas, pero nunca les daba mucha importancia, por lo que yo tampoco. Dos años y medio después, yo estaba en un fiesta de quince de una de mis mejores amigas en ese entonces, y recibí una llamada de él. "Sólo quería saber cómo estabas, y pues también me quería despedir", me dijo. Yo no le presté mucha atención -no era la primera vez que me decía eso-, le dije que durmiera y que al día siguiente nos veíamos para hablar, y le colgué. Toda la noche estuve esperando a que me llamara -siempre era muy insistente con los mensajes y llamadas- y nunca lo hizo. No le di importancia y a la mañana fui a su casa a buscarlo. Me encuentro con su mamá -a la que por cierto no le caía nada bien- llorando como nunca había visto llorar a nadie. Mi amigo se había suicidado después de hablar conmigo. Esta vez era en serio que se quería despedir, y yo no le creí. No fui capaz de despedirme. Le dije que se durmiera. Su mamá sólo me dio de mala gana una carta que me había dejado. Desde ahí, y todavía, siento una culpa en el pecho que me dice que si yo lo hubiese escuchado, seguiría vivo. O quizá ya había tomado su decisión y nada la cambiaría, pero al menos le hubiese dicho lo mucho que lo quería, lo mucho que lo iba a extrañar y lo mucho que le agradecía haber compartido conmigo sus últimos años. A raíz de eso, de sentirme culpable, sola y como un ser humano asqueroso, dejé de comer, dejé de responder en el colegio, me peleaba con mis papás por todo. Por dejar de comer, mis defensas bajaron, y lo que era una gripe común (que le dio a toda mi familia) en mi se complicó y terminé internada 15 días en la UCI con neumonía. Varios de esos días sentí que literalmente me iba a morir ahogada. El cuento de las defensas bajas me lo dijeron los doctores, pero aún considero la posibilidad de que haya sido la tristeza la que me llevó hasta allá. Resulté alérgica a los medicamentos que supuestamente me iban a salvar la vida, me dio flebitis en ambos brazos, me tocó una de las peores atenciones médicas, me dieron hongos en la boca del estómago y estuve a un suspiro de la intubación. No quería seguir viviendo así. En los últimos días de interna, me dieron un aparatejo para reparar mis pulmones. Se trataba de un tubo con una pelota dentro, y por medio de una manguera tenía que, con mi aliento, levantar la pelota. No sé por qué, pero cuando usaba ese aparato me acordaba de mi amigo. Aún no veo la relación, pero me dolía el pecho al ver el aparato. Sin embargo, era necesario para mi recuperación usarlo. Una tortura china. Apenas pude, me deshice del objeto, porque no podía con el cargo de consciencia que tenía al verlo y ver a mi amigo en él. 


Cuarto quinquenio: Balam y Sebastián. 

   



Era una noche lluviosa en Villavicencio. Mis papás estaban en la cocina cuando escucharon unos maullidos que venían del patio de enfrente de la casa. Abrieron la puerta y vieron a un gatico, de máximo dos meses, empapado y temblando. Mi papá es Médico Veterinario y mi mamá es Licenciada en Biología, por lo que sin pensarlo lo metieron a la casa, mi papá lo revisó, mi mamá lo alimentó y, desde ahí, no se pudieron quitar de encima al gato. Decidieron traerlo a Bogotá, y apenas mis hermanitas y yo lo vimos, gritamos y empezamos a llorar (de la emoción, claro). Yo estaba en mi último año de colegio, y todo se me hizo más fácil gracias a Balam. Así le puse, y todos estuvieron de acuerdo (duramos casi una semana buscándole nombre). Balam definitivamente llegó a nuestras vidas para bien, hasta el punto de hacerlo el centro de nuestras vidas. No por nada lo tengo tatuado en mi pecho. Balam es un liberador de oxitocina por naturaleza y es por él que los problemas de la vida se sienten menos pesados.

Al año y medio de que Balam llegara a mi vida, a eso de los 17 años, conocí a Sebastián. Sebastián es mi pareja actual, llevamos 4 años juntos. Lo conocí en el humedal la Conejera gracias a mi mamá. Nos habíamos visto antes, cuando en el humedal yo estaba trabajando como fotógrafa en un evento y él llegó. Yo estaba trepada en un árbol para lograr mejores capturas, pero no me podía bajar. Él era la única persona cerca a la que le podía pedir ayuda pero por pena no lo hice. Decidí saltar, y caí como un sapo. Me doblé el tobillo, pero no me importó y salí corriendo a donde mi mamá. Unas semanas después, mi mamá me lo presentó y él me dijo "ah tu fuiste la que casi se mata bajando de un árbol ese día". El resto es historia. Pese a que nos llevamos 6 años de diferencia, nuestra relación ha sido una montaña rusa de emociones y aprendizajes. Aún aprendemos el uno del otro, y estamos en una constante revisión y construcción como personas y como pareja. Por ejemplo, hace dos años y medio tenemos una relación abierta (cosa que jamás se me pasó por la cabeza para una relación mía), porque aprendimos y des-aprendimos sobre ciertos vínculos sexuales y afectivos que, en cierta medida para nosotros, son dañinos. Desde que lo conocí y hasta hoy día, sigo en un proceso de aprendizaje por el que siempre le estaré muy agradecida. 

Quinto quinquenio: mi agüelita Adela. 


Hace un año, justamente por estas fechas, mi agüela paterna falleció. Estaba a unos pocos meses de cumplir los 100 años. La última vez que la vi fue en Villavicencio, y lloró porque no quería que me fuera (en sus finales, ella siempre lloraba cuando alguno de sus hijos o hijas o nietos se iban, tal vez estaba consciente de que podría ser la última vez que los vería). Mi mamá y yo lloramos todo el camino de regreso a Bogotá, pero teníamos la esperanza de que volveríamos dentro de poco para volverla a ver. Por la época en la que Adela empeoró de salud, estábamos cerrando semestre en la universidad. Mi papá fue el único de mi núcleo familiar que pudo viajar a verla. Nos daba noticias de su recuperación, pero al día siguiente nos decía que estaba empeorando. Hasta que un día, aproximadamente a las 9:00 a.m, mi papá me despierta con una llamada, y lo primero que me dice es "despídete de la agüelita que ya se nos va". En ese momento sentí algo parecido a lo que sentí con mi amigo, pero ésta vez sí me pude despedir. Le dije al teléfono -como si fuese mi agüela- que lo amaba y que adiós. Después, llorando, mi papá me dijo "se nos fue, se nos fue". Fue una sensación abrumadora y horrible. Sin embargo, me alegra que haya llegado a más de 99 años y que se haya ido tranquila, rodeada de sus 9 hijos e hijas. A ella le debo todo mi interés en la lectura y la historia. Hasta poco antes de que enfermara, ella siempre estaba leyendo y tenía un gusto especial por la cultura egipcia. Y siempre que me preguntaba que yo qué quería estudiar, me tocaba recordarle siempre que ya estaba estudiando Filosofía, y ella siempre reaccionaba igual de feliz y sorprendida diciéndome que era una carrera muy bonita porque era de leer y pensar mucho, las dos cosas que a ella más le gustaba hacer.


Epitafio: Antes que nada, quiero agradecer a mi hermanita de 11 años por ayudarme a darle forma a este video.



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