Canción de la Abuela
Con prematuro oído musical, recuerdo haber disfrutado gratamente aquella
melodía, que sin conocer título ni autor, ocupó los primeros espacios de una
memoria melómana, aunque no fue un puesto fundacional en solitario, este primer
momento iba acompañado del himno de Bogotá, que para ese entonces ni era himno,
ni era referente a un espacio específico. Esta dupla sonora, fue el efecto no
calculado del gasto de 20.000 pesos en el año 1988, dinero invertido en la
compra de un radio de contrabando de Venezuela, intercambiado en Bucaramanga y
trasladado a un municipio de Cundinamarca, dicho dispositivo radial modificó
los silencios de una familia durante casi 25 años.
Sin buena claridad o fidelidad a la lo ocurrido, recuerdo mis primeros
años, la rutina del inicio del día era constante y confusa -fría como el llegar
del alba-, despertado por el llamado materno, participaba bien temprano del
éxodo diario de los integrantes de la casa, unos a estudiar, otros a trabajar y
yo rumbo a otras casa y otras calles a esperar el retorno de algún acudiente.
Al menos hasta los 5, cuando aconteció la repentina transformación de niño a
niño estudiante de transición, que pareció fue el inicio de la actividad de
hacer rayones en hojas de papel y cartillas, jugar de ahí en adelante con
uniforme, junto a unos otros desconocidos y de vez en cuando ser regañado por
un adulto con bata blanca o de colores.
La cuestión es que ese bendito radio sonaba temprano y alto, todas las
mañanas de aquellos días que califican como hábiles (que con propiedad deberían
llamarse días ocupados o días cansados). Y yo, permanecía eclipsado, tanto
antes y después del helado baño, como después del desayuno y saliendo de casa,
atento a la “Canción de la abuela”, que como ya exprese, para dicho entonces,
no era ni autoria de Piero, ni canción como tal, sino unos recortes musicales
que aparecen, desaparecen y se repiten en el horario de 5:30 a 6:15 am, por los
105.9 fm de la emisora Bogotana Candela Estéreo. Eran una suerte de trocitos de
juegos musicales, unos bocadillos sonoros que muy seguramente, acompañaban las
noticias usuales de los primeros años de este milenio en Colombia, alguito de
deportes, entretenimiento, también violencia y política, interrumpido
ceremonialmente a las 6 por los protocolarios himnos, probablemente aquellos
fragmentos tenían la intención de abrigar la frialdad de los relatos matutinos,
de estabilizar la inestabilidad de lo que por aquí acontece. Pero nada de eso
importa, yo iba a continuar brincando y corriendo sin mayores padecimientos que
algunas raspaduras en codos y rodillas, y de vez en cuando alguna estímulo
físico contundente por alguna desafiante o impertinente actitud.
No sería hasta hace muy poco, gracias a una pequeña corista, descubrí
formalmente la canción de aquellas mañanas preparatorias, ciertamente ella no
conoce el contenido radial de Candela, así como yo no distingo el repertorio
del coro infantil, pero esta feliz casualidad trajo a mi memoria una agradable
sensación y tranquilidad al recordar.
Calle luna, calle sol
Comienza la escuela a desentrañarse, los pasillos y los salones tomaron
sonidos estruendosos, colores y olores contrastados, todo un despliegue de
interpretaciones trabajaba en develar las consecuencias de lo que ocurría,
mientras que un despliegue de energía trabajaba en provocarlas, los horizontes
se iban acrecentando, la inmutabilidad de la estructura no paraba de realizar
metamorfosis, una precoz independencia y curiosidad iban despertando, y los
bichitos iban volando por fuera y dentro de las rejas de la institución. Yo
como buen paseador, encontré buen pasatiempo en ir y venir, de la escuela al
más allá de los lugares y menos acá del juego, o a la inversa, el
ensanchamiento del juego y la intromisión de nuevos lugares en el
caminar.
Encontré también un astuto compañero paseador, rinrineaba con cautela y
nunca casi nunca era descubierto, su salto siempre estaba un paso más lejos que
el mío, su cabeza era extrañamente grande, sospecho que allí guardaba todos los
trucos y visionarias ideas para saltar a riesgosas empresas. Lo único que podía
poner en tensión la amistad con mi contemporáneo Robin Hobbes, era su afanosa
tendencia a defender a el equipo escarlata Vallecaucano, años después me reiría
gratamente de él por el deceso de su equipo, sin embargo, por ahora estamos
discerniendo límites, trayectos y posibilidades del inicial vagar en las tardes
del pueblo; sus calles, parques y montañas fueron el escenario en el que
echaron a rodar travesuras, interacciones y experiencias.
Los negocios prosperaban, la búsqueda de chatarra equivalía a la inversión
inicial del día, a veces era cuantiosamente lucrativa, como el día que
encontramos un enorme televisor en la calle, vendido a don Chucho el chatarrero
por la valiosa suma de dos mil pesos, aquel esfuerzo de los 4 brazos de pequeña
musculatura que arrastraron un televisor por las calles y los barrios, se vio
bien recompensado en dos horas de video juegos y dos paquetes de alguna
insalubre producto. Otros días no contaban con ese tipo de dicha, había que
rebuscar entre modos más complejos para satisfacer los deseos, las apuestas y
competencias contaban con esa complejidad ritual que nos envolvía, con
sinceridad fue por mi contemporáneo Robin que me inmiscuyo en aquel mundo bajo
de las interacciones. Las maquinitas eran la ejemplificación más o menos
teórico-práctica de lo que significaba y requería dicho ocio, se insertaba una
inicial y potencial inversión, se arriesgaba a competir y desplegar o enfrentar
la astucia, si no se ganaba se frustraba o se salía a correr para escapar al
cobrador, si se ganaba, se subía el ego a nuestras cabezas o también había que
correr para que el deudor no escapase. Si bien esta temprana actitud
emprendedora no era permanente, sus incidencias se adentraron y algo tuvieron
que modificar. Los deportes y las travesuras se fueron enriqueciendo, las
calles se fueron achiquitando, mientras aparecía una atractiva figura
antagonista a la niñez social de los paraísos del concreto; apareció el
horizonte del campo, del verde y de la transformación de los sentidos en ese
espacio, un respiro purificador, tal vez si mi contemporáneo Robin hubiera
tenido también la oportunidad otro sería el desenlace de nuestra amistad. No
pienso agregar mucho más, solo que al joven campo le debo la paciencia del
aprender a pescar.
Los instrumentos de don
Luis
Ciertamente la pragmática de los objetos me fue desde un principio bien
atractiva, mis juguetes rara vez fueron creados para ser juguetes, las
navidades no eran una ceremonia a fin a la comercialización, estrenar juguetes
era ceremonia de otro tipo de familia. La inventiva de unas manos, resultó ser
el mejor recurso para el trabajo pragmático, obviamente aunado a una fábrica o
depósito de materia prima, en mi casa hay tantos checheres como bichitos hay en
el patio, siendo estos el insumo para una época variada de maquinaciones,
planes y proyectos.
Del barco que empezamos a hacer para surcar las nefastas aguas de la
contaminada represa del Muña, solo quedo el reguero de tablas y los planos mal
diseñados. De los radios controles y demás artefactos electrónicos que pretendí
reparar, no quedó siquiera el rastro de las desmembración de sus circuitos. De
la violencia que recibió el hardware y redujo su naturaleza a basura, solo fue
testigo la bolsa que lunes y jueves era compactada por un camión mal oloroso.
El ranchito-taller del patio que nació con todo el empeño de un sábado, pereció
con la lluvia del domingo en la noche, -algunas de sus bases alcanzaron la
heroica resistencia de una semana, algunos materiales lograron su
reutilización-. Del criadero de caracoles quedó la desilusión y la exaltación,
motivo del inesperado escape de del 70% de los invitados-secuestrados a
modificar su caracolesca realidad. No puedes controlar todo, o no puedes
controlar mucho parecía que repetía la experiencia de esas inventivas.
Pero no todo se podía reducir a ensayo-fallo, la casa por varios años
atravesó un proceso de confrontación consigo misma, derrumbe y renovación desde
sus bases, proceso en el que las juveniles fuerzas podían contribuir de algún
modo. Así pues, una verdadera fundamentación de la techne correspondiente
al oficio de la construcción tuvo lugar en ese cuando, el cansancio y los
accidentes del quehacer se presentaban con constancia, sin embargo, podían más
la sensación de utilidad prestada y atención a los rudimentarios aprendizajes.
El ojo consagró la autonomía y la acroamática, nadie decía explícitamente el cómo
de las cosas, solo lo mostraban, de lo que no se puede hablar es mejor aprender
en silencio, para después molestar con esos usos en inventivas privadas, desprovistas
de la vigilancia de algún adulto medianamente responsable.
Gregorio
Parece que un día desperté volcado a la inestabilidad de las visiones de lo
cotidiano, el colegio, los amigos y la familia se alejaban del significado que
mantuvieron, pero propiamente yo era el que empezaba a desajustarme de lo que
el entorno me proponía. De ahí en adelante, dichas metamorfosis se convertirían
en un testimonio constante y renovado del chocar, rodar, elevarme, arrastrarme
y cualquier otro movimiento durante los años de los vendavales, que consiguen
con relativa facilidad e impertinencia poner a oscilar o cambiar las posiciones
y trayectorias de este sujeto.
Para los últimos años de colegio, la responsabilidad y compromiso estaban
por el suelo, se popularizó entonces el uso negativo del sufijo ción, citación,
evasión, distracción, desinhibición, alteración, desviación, un tanto de
destrucción y finalmente todo apuntaba a una intranquila maduración. Los
profesores preferían que durmiera en clase, antes de que empezara con la
altanería, no quisieron que repitiera ningún año, sospecho por la misma razón.
En la celebración de mi cumpleaños falte yo, para el grado de once se me
quedaron en casa las ganas de asistir, olvide decirle lo linda que era a la
chica con quien salía, para completar, olvide felicitar a mamá en mayo. En fin, empecé
a juntarme con mi soledad.
Acudió para mi suerte y agravio un lento, tortuoso, resquebrajado pero
agradable sendero, en su camino, el paisaje tomo cada vez más variedad y
reconocimiento de matices, en su mayoría cruentos y desagradables. A la par, se
desgaja parte de la provisoria y endeble autoidentificación, en una incesante
prolongación de la detallada sensación de resquebrajamiento, se escucha con eco
el crujir, como las hojas de un bosque en eterna primavera, de igual modo, los
trocitos de ego que golpean secamente el subsuelo y hacen sonar con estrépito
cada fibra corporal. Así se afianza la continua confrontación, del ecosistema y
del ego sin sistema.
Temblores
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